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Elogio De La Dificultad


Enviado por   •  13 de Febrero de 2012  •  1.908 Palabras (8 Páginas)  •  944 Visitas

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Elogio de la dificultad

Estanislao Zuleta

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara

como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas

afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin

muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una

eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente

inexistentes.

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de

nuestros anhelos en la vida práctica.

Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras

eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las

reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas.

Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no

seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos:

que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma

misma de desear. Deseamos mal.

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule

nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin

peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de

desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer

efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa salacuna

de abundancia pasivamente recibida.

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una

doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o

por caudillos que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro

pecado es que anhelamos regresar a él.

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy

conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen

entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos

miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio

de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la

idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que

procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran

inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal,

que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación

totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza

dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro

es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este

sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda

oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no

está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero

abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y

concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras

santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del

pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar

muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una

eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente

divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica

paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la

realidad y los otros como ceguera o mentira.

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa

de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que

suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros

una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior

amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la

ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande

simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni

olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita

capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no

aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por

encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la

angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la

crítica, el amor y el respeto.

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las

generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el

descrédito en que cae el concepto de respeto.

No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas

universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado

escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el

respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total

a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto

es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya

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