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LA INCONEXION DE LOS CONECTADOS


Enviado por   •  4 de Septiembre de 2017  •  Trabajo  •  2.559 Palabras (11 Páginas)  •  189 Visitas

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LA INCONEXION DE LOS CONECTADOS

El experimento tuvo inicio el miércoles 23 de agosto a las 00:00 hs. Desde el instante en que me desperté tuve que contener el impulso de agarrar el celular para revisar redes sociales, que se han convertido hace mucho en mi períodico. El cambio que noté fue inmediato. Acostumbrada a despertarme a las 6:30 y dedicar 30 minutos al desayuno, decidí hacer mi rutina matutina habitual como de costumbre. Fui a la cocina, puse a hervir agua mientras cortaba la fruta y pensé en qué tendría que hacer en el día. Con la bandeja cargada con mi té y mi manzana, volví a mi habitación a desayunar. Apenas estuve sentada en la cama, mi mano intentó tomar inconscientemente mi celular. Recordé que no debía y lo dejé en su lugar. Terminé de desayunar, pensando que ya serían las 7:00, hora de empezar a vestirme. Me llevé una sorpresa al ver que me había tomado tan solo 10 minutos terminar mi desayuno, haciendo pausas y sin apurarme. El primer cambio en mi rutina era evidente. Comenzaba mi día de la mano del celular.

Apenas entré al aula, noté que todos estaban más animados, el espacio estaba lleno de charlas, risas y personas mirándose a los ojos. Por un momento, imaginé que así serían todos los días si hubiéramos nacido 10 años antes. Durante las primeras tres horas, casi nadie tenía un celular en la mano, pero se podía observar que muchos tenían su mano en el bolsillo, como protegiendo el móvil. A otros se los notaba impacientes. A algunos pocos se los veía despreocupados y tranquilos. Unas horas después, se empezaron a escuchar risas nerviosas, eran de aquellos que decían haber caído. Para el final de la primera jornada escolar sin celular, un 10% de la clase aproximadamente ya había abierto una red social.

La ansiedad me surgió cuando estaba yendo al centro en colectivo. A pesar de ir leyendo, sentía que alguien me hablaba para coordinar algo. Ignoré el impulso de revisar WhatsApp y seguí con mi libro. Al levantar la vista y ver que ya casi había llegado me sorprendí. Lo que parecían horas, se convirtieron en lo que parecieron 5 minutos gracias al libro. Decidí dedicar las últimas 10 cuadras a observar a los demás pasajeros del colectivo. Se veían caras preocupadas, caras divertidas, caras enojadas. Todas estas caras estaban siendo iluminadas por el LED de las pantallas móviles. No había conversaciones orales, a excepción de una madre que hablaba con su hijo por celular. Lo que sí había, eran conversaciones por escrito. Calculé, que como mínimo eran unas 100, a pesar de haber tan solo 30 personas en el colectivo: cada una de ellas teniendo “chats” con 3 personas al mismo tiempo. Todos se veían consumidos, hipnotizados por la luz proveniente de la pantalla. Al llegar a mi destino, bajé del bus horrorizada. La imagen me carcomía la cabeza.

Me encontraba en la sala de espera del doctor cuando miré a mi alrededor para descubrir que un 90% de la gente tenía el celular en la mano. Saqué mi libro para no caer en la tentación de mirar WhatsApp. El ambiente estaba callado. Por costumbre, saqué el celular para prender el Wi-Fi. Mi dedo pulgar se dirigió directo a donde se solía encontrar el ícono de Instagram en la pantalla de inicio. Recordé que lo había eliminado, entonces entré a WhatsApp para chequear mis chats. Sólo al abrir uno de los mensajes me di cuenta el error que había cometido. Inmediatamente guardé el celular, intentando convencerme de que tropezón no es caída. Mi teléfono quedó guardado hasta el momento en que salí del hospital para ir a la academia de inglés. Una vez que entramos a clase, el profesor nos informó que había pasado un Reading por el grupo de WhatsApp, por lo que forzadamente tuve que abrir la aplicación nuevamente. Allí vi que 3 de mi grupo de amigas comentaba que había caído. Ese fue el momento en que decidí que no usaría Instagram, Snapchat u otra red social exceptuando la de mensajería instantánea.

Comienza el jueves, con mi rutina alterada nuevamente. Pasé 15 minutos sentada, mirando la pared de mi habitación dejando vagar mis pensamientos. Qué distinto es todo sin saber qué sucedió la noche anterior gracias a Instagram, Twitter y Snapchat. Al llegar al colegio mis amigas me reprocharon el haber caído en las redes de la aplicación. Bromeamos sobre el asunto y lo dejamos pasar. A las 12:05, mi profesor que propuso el “experimento”, se acercó a preguntar como nos estaba yendo con el periodismo gonzo. Le comenté que había dejado de usar la mayoría de las redes, pero que WhatsApp me pudo. Me llamó gallina y, más por orgullo que por otra cosa, decidí volver al ruedo, pero con más determinación que antes. Estaba por hacer un cambio grande, por lo que me tomó un tiempo convencerme.

A las 17:00 exactamente, reuní valor para apagar el celular por completo. Los primeros 15 minutos fueron difíciles, por lo que me duché por un rato largo para despejarme. Salí de la ducha renovada. Agarré mi libro, preparé mi mate y salí al patio. Desde ese momento empezó la magia.

Apenas puse un pie afuera, el olor del jazmín paraguayo me inundó los sentidos. Los saltos de alegría de mi perra, se impulsaban con el mismo pasto por el que yo caminaba descalza. El aire estaba templado, era una tarde hermosa. Inspiré hondo, intentando guardar el dulce olor del jazmín para siempre en mi memoria. Me acerqué al borde de la pileta para sentarme ahí a leer. Durante 30 minutos leí en silencio, dándole un sorbo al mate y una caricia a mi perra por cada párrafo que terminaba. Cuando levanté la vista y miré al cielo me sorprendí. Estaba hermoso. Parecía una hermosa cúpula con vetas rosadas y violetas sobre un fondo celeste blanquecino. Ahí me di cuenta, que hacía meses no lo miraba así, pero que sí lo veía en las historias de Snapchat. Me dediqué a mirarlo tan ensimismada, que hasta que mi papá no me tocó la cabeza no noté que ya había llegado. Estaba más gordito, no me había fijado. Me acordé que hace años no le preguntaba de su día con verdadero interés. Lo hice sentar como indio, y le pregunté como había estado su día. Me dijo que bien, y me contó que había compartido su almuerzo con una compañera de trabajo a la que hace meses no le pagan. Vi una nueva cara de mi papá, nunca lo imaginé compartiendo su lasagna. Estaba contento, y yo también.

Llegaba la hora de organizar mi viernes. Pensé en mandar un mensaje por el grupo para ver si alguna quería ir a almorzar. Me acordé lo de Gonzo (ya le tomé cariño al proyecto, le puse nombre). La falta de celular no me iba a dejar sin plan de viernes. Busqué la agenda con los números de teléfono fijo. Marqué el primer número. Hola, no, equivocado. ¡Qué vergüenza!.  Llamo, ahora me atiende la persona que buscaba. Me había olvidado los nervios que se pasaban escuchando el tuu-tuu-tuu, quién me atenderá, estará, y si no está qué hago. Me atendió, era ella. Lo peor ya había pasado. Uh, no podía salir a comer el viernes. Las ganas de mandarle un emoji con cara triste me mataban. Lo reemplacé por un “Uh, bueno. Nos vemos mañana.” No fue tan traumante. Llamo a dos personas más. Hace cuánto no escuchaba así la voz. Hablamos por casi 10 minutos. 10 minutos que alcanzaron y sobraron para enterarme de cómo había sido su mes. Arreglamos una salida para la semana entrante. Se pudo hacer. Sin celular, sin emojis, sin fotos ni notas de voz. Un punto para nosotros.

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