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La Muerte Para Fernando Savater


Enviado por   •  3 de Septiembre de 2013  •  2.542 Palabras (11 Páginas)  •  626 Visitas

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Las plantas y los animales no son mortales porque no saben que van a morir, no saben que tienen que morir: se mueren pero sin conocer nunca su vinculación individual, la de cada uno de ellos, con la muerte.

Las fieras presienten el peligro, se entristecen con la enfermedad o la vejez, pero ignoran (¿o parece que ignoran?) su abrazo esencial con la necesidad de la muerte. No es mortal quien muere, sino quien está seguro de que va a morir. Aunque también podríamos decir que ni las plantas ni los animales están por eso mismo vivos en el mismo sentido en que lo estamos nosotros. Los auténticos vivientes somos sólo los mortales, porque sabemos que dejaremos de vivir y que en eso precisamente consiste la vida. Algunos dicen que los dioses inmortales existen y otros que no existen, pero nadie dice que estén vivos: sólo a Cristo se le ha llamado «Dios vivo» y eso porque cuentan que encarnó, se hizo hombre, vivió como nosotros y como nosotros tuvo que morir.

Por tanto no es un capricho ni un afán de originalidad comenzar la filosofía hablando de la conciencia de la muerte. Tampoco pretendo decir que el tema único, ni siquiera principal de la filosofía, sea la muerte.

Al contrario, más bien creo que de lo que trata la filosofía es de la vida, de qué significa vivir y cómo vivir mejor. Pero resulta que es la muerte prevista la que, al hacernos mortales (es decir, humanos), nos convierte también en vivientes. Uno empieza a pensar la vida cuando se da por muerto. Hablando por boca de Sócrates en el diálogo Fedón, Platón dice que filosofar es «prepararse para morir». Pero ¿qué otra cosa puede significar «prepararse para morir» que pensar sobre la vida humana (mortal) que vivimos? Es precisamente la certeza de la muerte la que hace la vida -mi vida, única e irrepetible- algo tan mortalmente importante para mí. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte, que sabemos ineluctable. Es la conciencia de la muerte la que convierte la vida en un asunto muy serio para cada uno, algo que debe pensarse. Algo misterioso y tremendo, una especie de milagro precioso por el que debemos luchar, a favor del cual tenemos que esforzarnos y reflexionar. Si la muerte no existiera habría mucho que ver y mucho tiempo para verlo pero muy poco que hacer (casi todo lo hacemos para evitar morir) y nada en que pensar.

Desde hace generaciones, los aprendices de filósofos suelen iniciarse en el razonamiento lógico con este silogismo:

Todos los hombres son mortales;

Sócrates es hombre luego

Sócrates es mortal.

No deja de ser interesante que la tarea del filósofo comience recordando el nombre ilustre de un colega condenado a muerte, en una argumentación por cierto que nos condena también a muerte a todos los demás. Porque está claro que el silogismo es igualmente válido si en lugar de «Sócrates» ponemos tu nombre, lector, el mío o el de cualquiera. Pero su significación va más allá de la mera corrección lógica.

Si decimos

Todo A es B

C es A

luego

C es B seguimos razonando formalmente bien y sin embargo las implicaciones materiales del asunto han cambiado considerablemente. A mí no me inquieta ser B si es que soy A, pero no deja de alarmarme que como soy hombre deba ser mortal. En el silogismo citado en primer lugar., además, queda seca pero claramente establecido el paso entre una constatación genérica e impersonal -la de que corresponde a todos los humanos el morir- y el destino individual de alguien (Sócrates, tú, yo...) que resulta ser humano, lo que en principio parece cosa prestigiosa y sin malas consecuencias para luego convertirse en una sentencia fatal. Una sentencia ya cumplida en el caso de Sócrates, aún pendiente en el nuestro. ¡Menuda diferencia hay entre saber que a todos debe pasarles algo terrible y saber que debe pasarme a mí. El agravamiento de la inquietud entre la afirmación general y la que lleva mi nombre como sujeto me revela lo único e irreductible de mi individualidad, el asombro que me constituye:

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, Las preguntas de la vida 9

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Que es la estación (nadie lo ignora) más propicia

[a la muerte.

¿Es posible que yo, subdito de Yaqub Almansur,

Muera como tuvieron que morir las rosas y

[Aristóteles?4

Murieron otros, murieron todos, morirán todos, pero... ¿y yo? ¿Yo también? Nótese que la amenaza implícita, tanto en el silogismo antes citado como en los prodigiosos versos de Borges, estriba en que los protagonistas individuales (Sócrates, el moro medieval súbdito de Yaqub Almansur o Almanzor,

Aristóteles...) están ya necesariamente muertos. Ellos también tuvieron que plantearse en su día el mismo destino irremediable que yo me planteo hoy: y no por planteárselo escaparon a él...

De modo que la muerte no sólo es necesaria sino que resulta el prototipo mismo de lo necesario ennuestra vida (si el silogismo empezara estableciendo que «todos los hombres comen, Sócrates es hombre,

etc.», sería igual de justo desde un punto de vista fisiológico pero no tendría la misma fuerza persuasiva).

Ahora bien, aparte de saberla necesaria hasta el punto de que ejemplifica la necesidad misma («necesario» es etimológicamente aquello que no cesa, que no cede, con lo que no cabe transacción ni pacto alguno), ¿qué otras cosas conocemos acerca de la muerte? Ciertamente bien pocas. Una de ellas es que resulta absolutamente personal e intransferible: nadie puede morir por otro. Es decir, resulta imposible que nadie con su propia muerte pueda evitar a otro definitivamente el trance de morir también antes o después. El padre

Maximilian Kolbe, que se ofreció voluntario en un campo de concentración nazi para sustituir a un judío al que llevaban a la cámara de gas, sólo le reemplazó ante los verdugos pero no ante la muerte misma. Con su heroico sacrificio le concedió un plazo más largo de vida y no la inmortalidad. En una tragedia de Eurípides, la sumisa Alcestis se ofrece para descender al Hades -es decir, para morir- en lugar de su marido Admeto, un egoísta de mucho cuidado. Al final tendrá que ser Hércules el que baje a rescatarla del reino de los muertos y arregle un tanto el desafuero. Pero ni siquiera la abnegación de Alcestis hubiera logrado que Admeto escapase para siempre a su destino mortal, sólo habría podido retrasarlo: la deuda que todos tenemos con la muerte la debe pagar cada cual con su propia vida, no con otra. Ni siquiera otras funciones biológicas esenciales, como comer o hacer

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