La Verdad De La Razon Fernando Savater
Enviado por valentina_96 • 16 de Septiembre de 2014 • 1.489 Palabras (6 Páginas) • 799 Visitas
Capítulo Segundo
LAS VERDADES DE LA RAZÓN
La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de saber cosas sobre la vida. Quiero dar respuesta a mil
preguntas sobre mí mismo, sobre los demás, sobre el mundo que nos rodea, sobre los otros seres vivos o inanimados,
sobre cómo vivir mejor: me pregunto qué significa todo este lío en que me veo metido -un lío necesariamente mortal- y
cómo me las puedo arreglar en él. Todas esas interrogaciones me asaltan una y otra vez; procuro sacudírmelas de
encima, reírme de ellas, aturdirme para no pensar, pero vuelven con insistencia tras breves momentos de tregua. ¡Y
menos mal que vuelven! Porque si no volviesen sería señal de que la noticia de mi muerte no ha servido más que para
asustarme, de que ya estoy muerto en cierto sentido, de que no soy capaz más que de esconder la cabeza bajo las sábanas
en lugar de utilizarla. Querer saber, querer pensar: eso equivale a querer estar verdaderamente vivo. Vivo frente a la
muerte, no atontado y anestesiado esperándola.
Bien, tengo muchas preguntas sobre la vida. Pero hay una previa a todas ellas, fundamental: la de
cómo contestarlas aunque sea de modo parcial. La pregunta previa a todas es: ¿cómo contestaré a las
preguntas que la vida me sugiere? Y si no puedo responderlas convincentemente, ¿cómo lograr entenderlas
mejor? A veces entender mejor lo que uno pregunta ya es casi una respuesta. Pregunto lo que no sé, lo que
aún no sé, lo que quizá nunca llegue a saber, incluso a veces ni siquiera sé del todo lo que pregunto. En una
palabra, la primera de todas las preguntas que debo intentar responder es ésta: ¿cómo llegaré a saber lo que no
sé? O quizá: ¿cómo puedo saber qué es lo que quiero saber?, ¿qué busco preguntando?, ¿de dónde puede
venirme alguna respuesta más o menos válida?
Para empezar, la pregunta nunca puede nacer de la pura ignorancia. Si no supiera nada o no creyese
al menos saber algo, ni siquiera podría hacer preguntas. Pregunto desde lo que sé o creo saber, porque me
parece insuficiente y dudoso. Imaginemos que bajo mi cama existe sin que yo lo sepa un pozo lleno de raras
maravillas: como no tengo ni idea de que haya tal escondrijo, es imposible que me pregunte jamás cuántas
maravillas hay, en qué consisten ni por qué son tan maravillosas. En cambio puedo preguntarme de qué están
hechas las sábanas de mi cama, cuántas almohadas tengo en ella, cómo se llama el carpintero que la fabricó,
cuál es la postura más cómoda para descansar en ese lecho y quizá si debo compartirlo con alguien o mejor
dormir solo. Soy capaz de plantearme estas cuestiones porque al menos parto de la base de que estoy en una
cama, con sábanas, almohadas, etc. Incluso podría asaltarme también la duda de si estoy realmente en una
cama y no en el interior de un cocodrilo gigante que me ha devorado mientras hacía la siesta. Todas estas
dudas sobre si estoy en una cama o cómo es mi cama sólo son posibles porque al menos creo saber apro-
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Ética, de B. Spinoza, parte IV, prop. LXVII. Las preguntas de la vida 13
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ximadamente lo que es una cama. Acerca de lo que no sé absolutamente nada (como el supuesto agujero lleno
de maravillas bajo mi lecho) ni siquiera puedo dudar o hacer preguntas.
Así que debo empezar por someter a examen los conocimientos que ya creo tener. Y sobre ellos me
puedo hacer al menos otras tres preguntas:
a) ¿cómo los he obtenido? (¿cómo he llegado a saber lo que sé o creo saber?);
b) ¿hasta qué punto estoy seguro de ellos?;
c) ¿cómo puedo ampliarlos, mejorarlos o, en su caso, sustituirlos por otros más fiables?
Hay cosas que sé porque me las han dicho otros. Mis padres me enseñaron, por ejemplo, que es
bueno lavarse las manos antes de comer y que cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la
guardan. Aprendí que las canicas de cristal valen más que las de barro porque me lo dijeron los niños de mi
clase en el patio de recreo. Un amigo muy ligón me reveló en la adolescencia que cuando te acercas a dos
chicas hay que hablar primero con la más fea para que la guapa se vaya fijando en ti. Más tarde otro amigo,
éste muy viajero, me informó de que el mejor
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