Mexico Politica Y Libertad
Enviado por dodlasde • 11 de Abril de 2013 • 1.535 Palabras (7 Páginas) • 477 Visitas
En los asombrosos y sensacionales años que transcurrieron entre 1860 y 1870, en tanto Pasteur se dedicaba a salvar la industria del vinagre, maravillando a reyes y pueblos, mientras diagnosticaba las enfermedades de los gusanos de la seda, un alemán miope, serio y de baja estatura, estudiaba medicina en la Universidad de Gotinga. Se llamaba Roberto Koch. Era buen estudiante, pero soñaba con cacerías de tigres mientras atasajaba cadáveres. Memorizaba a conciencia los nombres de cientos de huesos y músculos, pero el lamento imaginario de las sirenas de los barcos que partían rumbo a Oriente le hacían olvidar aquella jerga de latín y griego.
El sueño de Koch era ser explorador, o médico militar para ganar Cruces de Hierro, o por lo menos médico naval para tener la oportunidad de visitar países remotos; pero, después de recibirse, tuvo que hacer su internado en el poco interesante manicomio de Hamburgo. Ocupado en atender a los locos furiosos y a los idiotas incurables, difícilmente podrían llegar a sus oídos los ecos de las profecías de Pasteur sobre la existencia de seres tan terribles como los microbios asesinos. Aún seguía escuchando las sirenas de los vapores cuando al atardecer se paseaba por los muelles con Emma Frantz, a quien le rogó se casara con él, hablándole de lo románticos viajes que habrían de realizar alrededor del mundo. Emma respondió a Roberto que se casaría con él, a condición de que se olvidara de todas aquellas nececedades de una vida aventurera, y se estableciera en Alemania para ejercer su profesión como un buen y útil ciudadano.
Koch accedió; el atractivo de cincuenta años de dicha junto a ella, logró hacer que se esfumaran sus sueños de elefantes y países exóticos, y se decidió a practicar la medicina, ejercicio que siempre encontró, monótono, en una serie de pueblos prusianos.
Mientras Koch escribía recetas y atravesaba a caballo grandes lodazales, para pasar en vela las noches a la cabecera de las parturientas campesinas prusianas, Líster comenzaba en Escocia a salvarles la vida mediante la asepsia. Los profesores y estudiantes de las facultades de medicina de Europa empezaban a interesarse por las teorías de Pasteur y a discutirlas. Aquí y allá se hacían toscos experimentos, pero Koch se hallaba tan aislado del mundo científico como Leeuwenhoek, doscientos años antes, cuando empezó a tallar lentes en Delft, en Holanda. Parecía que su destino sería el de consolar enfermos y la también encomiable tentativa de salvar la vida de los moribundos, cosa que, naturalmente, no conseguía en la mayoría de los casos, Emma, su mujer, estaba muy satisfecha con su situación, y se sentía orgullosa cuando su marido ganaba veinte pesos en dos días de mucho trabajo.
Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele decir: iba tirando. La pasaba de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante, hasta que por fin llegó a Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch, para festejar el vigésimoctavo cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio para que se distrajera.
Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:
—Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llama su estúpido trabajo. Tal vez le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre está mirándolo todo con esa vieja lupa que tiene.
¡Pobre mujer! Este microscopio nuevo, este juguete, llevó a su marido a aventuras mucho más curiosas que las que hubiera podido correr en Tahití o en Lahore; lances extraños, soñados por Pasteur, pero que hasta entonces nadie había experimentado y que se originaron en los cadáveres de ovejas y vacas. Estos nuevos paisajes, estas maravillosas aventuras lo asaltaron del modo más increíble en la misma puerta de su casa, en su propia sala de consulta, que tanto le aburría y que ya empezaba a detestar.
—Odio todo este engaño al que en resumidas cuentas se reduce el ejercicio de la Medicina, y no porque no quiera salvar a los niños de las garras de la difteria, sino porque, cuando las madres acuden a mí, rogándome que salve a sus hijos, ¿qué puedo hacer yo? Tropezar, andar a tientas, darles esperanzas, cuando sé que no las hay. ¿Cómo puedo curar la difteria, si desconozco su causa? ¿Si el doctor más sabio de toda Alemania tampoco la conoce?
Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresaba a su mujer, quien se sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo único que a un médico joven le incumbía era poner en práctica el caudal de conocimiento adquiridos en la Facultad. ¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!
Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es lo que sabían los médicos sobre las misteriosas causas de las enfermedades? A pesar de su brillantez, los experimentos
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