Sobre Michel Foucault
Enviado por elgrone • 5 de Abril de 2013 • 3.843 Palabras (16 Páginas) • 562 Visitas
Michel Paul Foucault nació en Poitiers (Francia) en 1926. Estudió Filosofía y Psicología en la Escuela Normal Superior de París. Enseñó Filosofía en Túnez y en las universidades de Clermont-Ferrand y Vincennes. En 1971 fue nombrado profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento en el prestigioso Collège de France. Murió en 1984.
Su obra, Las palabras y las cosas (1966), que lleva como subtítulo, Una arqueología de las ciencias humanas, inicia un método de investigación nuevo, el análisis arqueológico, con indudables referencias al método genealógico de Nietzsche. Foucault parte de la observación que en una cultura, el lenguaje, los esquemas perceptivos, los intercambios, las técnicas, los valores, etc., están gobernados por determinados códigos que regulan los órdenes empíricos en los cuales los hombres viven. Tales códigos forman el objeto de estudio de un conjunto de teorías científicas y de interpretaciones filosóficas, que explican porque existe en general un orden, o a qué ley general obedecen, qué principio puede dar cuenta de ellos, por qué razón se prefiere establecer este orden y no otro.
Situada en una zona media entre los códigos ordenadores y las reflexiones sobre el orden, encontramos “la experiencia desnuda del orden y de sus modos de ser” , o sea una serie de reglas implícitas que son anteriores respecto a las palabras y a las teorías que intentan darles una forma explícita o un fundamento filosófico. Foucault llama “arqueología” al descubrimiento y análisis de los supuestos o “a priori históricos” del saber de una época determinada, que condicionan de forma inmanente todas las manifestaciones del saber en todos sus distintos ámbitos: ciencia, arte, filosofía, etc., y determinan los tipos de enunciados posibles, las oposiciones conceptuales o las definiciones de los objetos.
Dichos condicionantes subyacentes constituyen las epistemes, que son estructuras lingüísticas que él define como “conjunto de relaciones que pueden unir en una determinada época las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente a unos sistemas formalizados” . Dichas epistemes son discontinuas a lo largo de la historia, por lo que no existe una verdadera historia (continua) de las ideas. En la cultura occidental, tres son las epistemes fundamentales: la del Renacimiento, la de los siglos XVII y XVIII, llamada episteme clásica y la episteme moderna, que se inicia hacia fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.
El concepto “hombre” surge, no de una larga tradición reflexiva sobre la naturaleza humana, sino de las formas discursivas concretas que se presentan entre 1775 y 1825, fechas entre las que se inscribe la aparición de un nuevo saber, cuyo objeto, el hombre, no es sólo a la vez el sujeto del saber, sino quien se constituye a sí mismo en objeto; las ambigüedades propias de la noción han de pasar forzosamente a crear los problemas característicos de la ambigüedad científica de las ciencias humanas.
Como señala Foucault, “el hombre es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas, en todo caso una configuración trazada por la nueva disposición que ha tomado recientemente en el saber” . Lo peculiar de la episteme moderna, surgida de las transformaciones discursivas que acontecen entre 1775 y 1825, es la aparición del hombre como objeto de conocimiento (entidad empírica) y a la vez como fuente de todo conocer (sujeto trascendental).
La episteme renacentista (siglo XVI) está centrada en una serie de nociones que informan todo el saber mágico y simbólico de la época: “Amicitia, Aequalitas (contractus, consensus, matrimonium, societas, pax et similia), Consonantia, Concertus, Continuum, Paritas, Proportio, Similitudo, Conjunctio, Copula” . Las principales figuras que guían tal saber de la semejanza son la conveniencia, la emulación, la analogía y las simpatías. Por ejemplo, por lo que se refiere a la emulación, para los renacentistas el rostro es el émulo del cielo, el intelecto refleja la sabiduría de Dios, los ojos son el espejo del sol y de la luna, la boca de Venus, puesto que a través de ella pasan los besos y las palabras de amor, etc. . Este saber de la semejanza conforma una episteme de la similitud. Tanto es así que en el interior de la disposición renacentista del saber la relación entre el signo y lo designado no constituye en absoluto un problema. Es más, los renacentistas piensan que palabras y cosas poseen un mismo status ontológico.
Pero, en el siglo XVII, esta episteme de la correspondencia va a ser reemplazada por una nueva configuración. Se trata de la episteme clásica, donde la representación ocupa el puesto que había desempeñado la similitud en la anterior. Con la episteme clásica, que tiene su manifiesto programático en las Reglas para la dirección del espiritu de Descartes, al cosmos renacentista de la semejanza lo suplanta el mundo del orden, en el cual una cosa es conocida cuando se han establecido las relaciones entre su representación y la de las otras cosas. De ahí el ideal de la mathesis, entendida como plano de ordenabilidad del mundo. La mathesis, la taxonomía y el análisis genético articulan a la episteme clásica. El orden del mundo, así como la garantía de que el conocimiento era accesible al hombre, emanaba de Dios. Así se desarrolló un conocimiento, un saber acumulativo, selectivo y de rigor creciente sobre el hombre; pero de manera lateral, indirecta, a través de otros saberes que tenían una territorialidad y una objetividad propias, y donde el hombre sólo tenía consistencia como una evidencia incuestionable; pero oculta, o como practicante de algo que no era él mismo (lenguaje, política, arte, economía, ciencia, etc.). Esto es, no como realidad autorreferencial, con una consistencia que le permitiera constituirse en objeto de un saber específico. Ejemplos de lo mencionado son las obras del mismo Descartes, Hobbes, Locke, Leibniz, Hume, Condillac y otros más.
Según Foucault, esta ausencia del hombre de la episteme clásica encuentra su figuración emblemática en una de las cimas del arte barroco: el cuadro de Velázquez, “Las Meninas”, que es analizado en el primer capítulo de Las palabras y las cosas. Este cuadro, situado en la plenitud de la época clásica, exhibe los límites de la episteme que le corresponde a ese período, y muestra en negativo la peculiaridad fundamental de la episteme posterior, en la que va a surgir el hombre como objeto de saber. En efecto, en Las Meninas, el sujeto -en este caso el pintor, Velázquez- sólo puede aparecer como un objeto de representación, no lo vemos ejerciendo la función de sujeto, productor de representaciones, -en el caso de que se pusiera a pintar en el lienzo que tiene delante, se volvería invisible para nosotros-.
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