El Cuento Sin Fin
Enviado por Rasta159 • 27 de Agosto de 2012 • 3.597 Palabras (15 Páginas) • 538 Visitas
No se iría. John no se marcharía de casa antes de su regreso, y eso que tenía previsto estar un año fuera, pero era lo que él le había pedido. Hay errores para los que siempre se encuentra una razón lógica que nos impulsa a perdonar, pero este no era uno de esos perdones que se encuentran fácilmente, era uno de esos perdones que no se encuentran, al fin y al cabo lo mataría.
Llevaba tres meses tomando la medicación y su cuerpo aún no se había acostumbrado a aquellas sustancias extrañas. Estaba demasiado cansado, tanto que hasta su aspecto había envejecido a una velocidad casi impensable y todo en cuestión de meses. Cuando se miraba en el espejo veía a un anciano, cuando miraba a su hijo al joven que un día fue y en ninguno de los dos se identificaba. Sin embargo, sus ojos conservaban aquel brillo de esperanza que Egipto hacía desperecer cada vez que emprendía un viaje.
A su lado Ángel no le quitaba ojo a su equipaje. !Tres maletas! ¿Dónde pensaba que iba? Aún no entendía que Egipto no necesitaba tanta maleta y modernismos. Allí tendría para comprar lo que necesitara, el problema era traer a casa todas las cosas que compraría. Se había sorprendido al ver el único baúl y la trolley que llevaba su padre.
- ¿Dónde vas con un baúl? Ni que estuviéramos en la época de Indiana Jones - le había dicho al salir de casa.
Él ya había vivido en Egipto y había regresado de viaje de ocio en varias ocasiones como para que ahora un novato le dijera qué era necesario llevar. Sólo esperaba que a su regreso, Ángel hubiera aprendido que en la vida hay muchas cosas más que las materiales. También están las formas de vida, las creencias, los sentimientos y aquello donde todo lo anterior se reune. Era el caso de su escarabajo verde. Jepri, como él lo había bautizado, fue un regalo de su primer compañero de excavación, un joven inglés llamado Thomas. Aquella figura azulada lo había acompañado en su monedero desde que Thomas se lo había entregado. El amuleto egipcio le daba fuerza para seguir adelante, siempre lo había hecho y ahora más que nunca. Había noches en las que en sus sueños se veía como un escarabajo pelotero, moviendo la bola que representaba su vida y en la que debería renacer. Le gustaba más esa palabra que la de 'recuperación'.
Sobre sus rodillas y entre sus manos mantenía la pequeña caja donde iba su medicación. Él hubiese preferido meterla en el trolley, pero Ángel opinaba que el contenido de aquella caja era demasiado importante como para descuidarla a todo tipo de golpes dentro del avión. Por una vez hacía caso a su hijo, al fin y al cabo él era también doctor y sabía qué era mejor para aquellas ampollas.
-Lo primero que haremos al llegar será tomar un té en el Fishawi y si te animas fumaremos pipa.
-Papá, después del viaje, lo primero que deberías hacer es descansar. No olvides que te toca tomar la medicación nada más llegar y eso te agotará más.
-Cada minuto que descanses en Egipto es un minuto que pierdes en fascinación. Egipto nunca descansa y tiempo tendremos a descansar, pero tampoco vayas con la idea de dormir doce horas al día, con seis será bastante.
Antes de que Ángel pudiera contestar a su padre el servicio de megafonía del aeropuerto anunció su puerta de embarque. El avión con la cabeza de Horus ya estaba en pista, listo para despegar.
-Vamos. ¿No querrás que el halcón se vaya sin nosotros?¿Sabes quién es Horus?
-Ya empiezan las clases de historia.
-Los dioses nunca mueren así que es lección del presente. Te dije que te presentaría Egipto y empezaremos por su más profundo interior.
El relato de Horus los acompañó hasta la puerta de embarque. Alguno de los pasajeros que ya hacían cola para subir al avión mostraban más atención a la historia que su hijo. Ángel creía más en la ciencia que en la mitología y en las religiones. No importaba. Él sabía que la visión del mundo y la vida de su hijo cambiarían ese año. Egipto colmaría su corazón.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 11:49 4 comentarios
Etiquetas: Inshallah
MARTES, 8 DE DICIEMBRE DE 2009
Ellas. Una pizca de vida
Aquella mañana necesitó abrir todas las ventanas. De una habitación a otra, el revoltoso aire que la mar adentraba en la ciudad revoloteaba por todos los rincones de su casa. Hacía frío, el aire era húmedo y las puertas mantenían un continuo combate con los topes que ella les había puesto para que no se cerraran. No notaba temperatura alguna, sólo necesitaba sentir la libertad.
Por el suelo de su casa bailaban bolas de colores que habían quedado abandonadas en un fallido intento de preparar la llegada de la Navidad. Una muñeca sentada en una esquina del cuarto de su hija pequeña sujetaba una bola roja con adornos brillantes, la maleta donde uno de sus hijos guardaba las partituras de los villancicos que ya ensayaba con el coro infantil impedía el paso a otra bola verde. Un espumillón había quedado colocado en el respaldo del sofá del salón. La Navidad se extendía por toda la casa sin ningún orden ni coherencia.
Miró el reloj. No hacía ni quince minutos desde que había dejado a la pequeña en el colegio y ya se sentía presionada por las agujas del viejo cucú que presidía en la cocina. Recoger los platos del desayuno, hacer las camas, recoger la casa y, si quedaba tiempo, pasar el plumero antes de irse a trabajar. Necesitaba sentirse libre por un instante como cuando ponía un CD y se dejaba llevar por la música. Entonces lo hizo. Se dirigió a su cuarto, eligió un CD de los que había apilado su marido sobre la mesa de mezclas y presionó el play en la minicadena. Cerró los ojos y se dejó impregnar por los golpes secos de una darbuka. El sonido del laúd y otros instrumentos que se daban paso en la pista del CD le dibujaron una sonrisa en su cara ya relajada y ajena al stress que hacía sólo unos minutos estuvo a punto de derrumbarla. El ritmo de la canción se había acelerado y el aire que deambulaba por toda su casa la empujó mover su caderas. La danza le aportaba la libertad que ansiaba.
Sin dejar de moverse comenzó a adecuar la casa. Entre giros, golpes de caderas, alguna ondulación que le exigía la música. Sin apenas darse cuenta la música había tomado el control de su cuerpo, o era en aquel momento cuando ella tenía todo el control, no lo sabía muy bien pero la música había despertado cada parte de su cuerpo y le había alimentado con la pizca de felicidad necesaria para comenzar un nuevo día.
Publicado por Estefanía S.Redondo en 09:13 0 comentarios
Etiquetas: Ellas
MIÉRCOLES, 7 DE OCTUBRE DE 2009
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