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La Nación Argentina Y El Sueño Del Demiurgo


Enviado por   •  24 de Enero de 2014  •  3.706 Palabras (15 Páginas)  •  239 Visitas

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Ensayo

La Nación Argentina o el Sueño de los Demiurgos

Javier G. Bonafina

Diciembre 2009

La Nación Argentina o el Sueño de los Demiurgos.

“…El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque si sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder…”

Las ruinas circulares. Jorge Luis Borges.

En pocos días más estaremos en el año del bicentenario, de esta manera el mes de mayo de 2010 viene a encadenarse al 25 de mayo de 1910, y a su vez, este se entronca con el mítico 25 de mayo de 1810. La fecha es representativa, o por lo menos debiera serlo. Estamos en presencia del nacimiento de la Nación Argentina. Sin embargo, muchos argentinos nos preguntamos sobre la causa del festejo. Para muchos de nosotros, el bicentenario nos remite a un profundo cuestionamiento sobre el sentido de las conmemoraciones.

Entre el olvido y la memoria, nuestra historia nos oprime, y cómo suele suceder con todo cuestionamiento, no es posible salir de él sin afrontar las consecuencias. Una sola afirmación está presente en todas las murmuraciones: los argentinos no somos una Nación. Pero esa misma afirmación nos remite a un hecho incontrastable: el de pertenecer a un “Estado Nacional”, circunscripto al espacio territorial que denominamos “Argentina”. ¿Por qué existe una negación de la “Nación Argentina”? ¿Es la nación una idea que podamos recuperar? Por otra parte: ¿cuáles son las tensiones que hacen que no nos reconozcamos en la idea de Nación?

A pesar de todo, la nación, la patria, se ha construido en nuestra conciencia bajo el peso de una historia en la que se nos hace difícil reconocernos. ¿Es que acaso, queda algo más vasto que la historia de un grupo de seres humanos que no se reconoce como tal? ¿Hasta qué punto el sentido del orgullo ha quedado devastado por los ecos de una idea que no nos deja escapar?

El Centenario y ahora el Bicentenario me recuerdan, lejanamente, a la introducción de El XVIII brumario de Luis Bonaparte: “…Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa…”.

Es así cómo la tragedia Argentina de 1910 fue la de reconocerse ante el resto del mundo cómo una joven nación con posibilidades ilimitadas. La farsa de hoy nos remite a una realidad en donde la promesa primigenia no ha sido cumplida, y esta lejos de serlo. Luego de una innumerable cantidad de crisis económicas; de consecuentes polarizaciones sociales provocadas por esas mismas crisis y de profundos desgarramientos políticos, sociales, culturales e institucionales: ¿Qué podría representar el festejo del bicentenario?

La Historia de los argentinos no ha sido hasta el presente sino la Historia de la búsqueda de una Nación para el Estado, un Estado fraguado en la lógica de los Estados Nacionales del siglo XX.

Es natural que este tipo de pensamientos nos remitan a un panteón de padres fundadores que, desde la intelectualidad, nos hablan de la construcción de un Estado Nacional cuyo objetivo será la búsqueda de la grandeza. La persecución implacable de un ideal de progreso y civilización.

Tulio Halperín Donghi ya ha planteado, en su conocido ensayo Una Nación para el desierto argentino, estas aporías, estos deseos presentes en todas las expresiones de las voces visibles de la elite argentina. Sin embargo, ¿cómo puede ser que tantas palabras escritas no puedan ofrecernos un espacio de resignificación de sentido? Debería llamarnos la atención el hecho de que aún hoy sea posible escuchar que la Nación se construyo a partir de la revolución de mayo de 1810.

La Nación ha devenido así en una desiderata, una quimera que los que habitan el suelo argentino están obligados a perseguir. Y cómo suele ocurrir con estas cuestiones, el precio a pagar no ha tenido correlato con el producto adquirido.

La Nación ha sido -y sigue siendo- la solicitud del Estado laico por una categoría de homogeneidad, un rasgo que nos constituya a pesar de las diferencias, incluso muy a pesar de esa sociedad aluvial que José Luis Romero describió de forma tan significativa.

El Estado argentino fue creado a sangre y fuego, como todos los Estados lo han sido. Fue una sociedad de señores de la guerra la que construyó este Estado, y fueron ellos mismos quienes, apoyados en la constitución de un espacio capitalista con fuerte vinculación con los estados capitalistas del siglo XIX, solicitaron el auxilio de los intelectuales para dar forma y símbolo a ese Estado. Un Estado que no podía apoyarse en el momento de su generación en los fuertes lazos de la religiosidad. Una religiosidad fundada en una Institución que había llegado a America con el sueño de encontrar lo que se había perdido del otro lado del Atlántico.

En efecto, la Iglesia Católica buscaba en América volver a tener la preeminencia de la que había gozado en Europa, por lo menos desde el feudalismo hasta el advenimiento de las fuerzas del capitalismo. Buscaba volver a constituirse como uno de los fundamentos del poder de Dios en la tierra.

A partir de los primeros vestigios de eso a lo que Halperín llamo Revolución y Guerra, y que abarcó prácticamente la primera mitad del siglo XIX, hasta la construcción de un Estado que tuviera los atributos necesarios para dotar de orden al espacio capitalista que se intentaba construir, la Iglesia Católica estuvo presente, más allá de que sus primeros intentos de acercamiento se vieron frustrados debido a las condiciones caóticas en las que el Estado tuvo que desempeñarse y debido también a su propia incapacidad para presentarse ante ese Estado como la fuente principal del orden. Un orden necesario para que las fuerzas capitalistas pudieran desarrollarse sin obstáculos.

Todo Estado comienza siendo un conjunto de fuerzas caóticas en constante modificación. Un esfuerzo de la imaginación por darse una forma que pueda representar los intereses de la elite que detenta el poder en un momento dado.

Las fuerzas que posibilitaron la construcción del Estado devinieron del motor del capitalismo. Sin embargo, ninguna base

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