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La integración de las mujeres

michyesMonografía19 de Abril de 2013

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La integración de las mujeres al estudio y ejercicio de las carreras liberales en México no fue tarea fácil. Como en otras partes del mundo, este proceso implicó largo tiempo y, sobre todo, el pujante esfuerzo de una minoría para enfrentar la serie de prejuicios que durante siglos impidieron el avance intelectual y profesional de este sexo. En nuestro país fue hasta bien avanzado este siglo cuando las mexicanas irrumpieron de manera significativa en las aulas universitarias. Sin embargo, los antecedentes de esta especie de conquista de las profesiones "masculinas" se remontan a las postrimerías del XIX, cuando un reducido grupo de mujeres, "contra viento y marea" logró abrirse paso en las escuelas superiores de aquella época. Con ello, no sólo dieron la primera batalla contra quienes temían que su entrada al mundo cultural y laboral masculino rompiera el "equilibrio" existente, sino que su ejemplo contribuyó a abrir la brecha por la que habrían de transitar las nuevas generaciones. Tales fueron los casos de Matilde Montoya, Columba Rivera, Guadalupe Sánchez, Soledad Régules, Ma. Asunción Sandoval de Zarco y Dolores Rubio Ávila, cuyas difíciles trayectorias académicas representan un hito en las historia cultural del país.

El retraso con que se inició y desarrolló dicho proceso no se debió a circunstancias casuales o aisladas; fue consecuencia directa de la concepción socio-cultural vigente que, bajo reglas más implícitas que explícitas, impidió el acceso de las mujeres a la educación superior formal. Un ejemplo representativo de esta corriente de pensamiento es JOSÉ DÍAZ COVARRUBIAS, a cargo del Ministerio de Justicia e Instrucción Pública hacia mediados de los setenta de la pasada centuria y franco partidario de la modernización del sistema educativo. Desde su punto de vista, la educación femenina no debía orientarse hacia las carreras profesionales, pues consideraba que aún no existían las condiciones necesarias para compartir con ese sexo "la alta dirección de la inteligencia y de la actividad". Prueba de ello, decía, era la naturalidad con que ellas mismas asumían dicha situación, al abstenerse de tomar parte en "las funciones sociales de los hombres, no obstante que con excepción de las costumbres, nada les prohibiría hacerlo en muchas de las esferas de la actividad varonil". Por tanto, concluía el político y escritor de manera por demás simplista, dos eran las razones del retraimiento profesional del "bello sexo": su "organización fisiológica" y su tradicional "lugar en sociedad", juicio muy a tono con su tiempo y con el que se justificaba la continuidad del statu quo.

Y en efecto, de acuerdo con las leyes de Instrucción Pública de 1867 y 1869, no existían impedimentos formales que prohibieran a las mexicanas matricularse en la Escuela Nacional Preparatoria y, una vez acreditados dichos estudios, optar por alguna de las escuelas profesionales existentes. Aquel plantel nunca se definió como exclusivamente masculino y si en sus primeros años de vida funcionó como tal, fue debido a la presión social y al peso de la tradición, abiertamente en contra de la presencia femenina en dominios varoniles. Ello explica la posición de Díaz Covarrubias, pues cuando publicó su obra sobre la instrucción pública en México (1875), las mujeres continuaban excluidas de las aulas preparatorianas. No sería sino hasta las siguientes décadas cuando ese sexo se atrevió a franquear las trincheras de la instrucción superior.

En contraste, desde las esferas oficial y privada, se impulsó el acceso femenino a la carrera magisterial, al punto que, hacia finales de siglo, la matrícula de la Escuela Normal de Profesoras era bastante superior a la registrada en la Normal de Profesores, no obstante los diversos incentivos ofrecidos a los varones para que se sumaran a las filas del magisterio. Entre los argumentos esgrimidos para justificar tal política destaca la convicción de esta generación en la supuesta capacidad innata de las mujeres para las tareas educativas, para el cuidado moral y material de la niñez; "a todo prefieren esto, afirmaba Sierra, para nada son más aptas".

Tal estereotipo venía como anillo al dedo a la clase dirigente, enfrentada a la urgente necesidad de educar a un pueblo mayoritariamente analfabeta, tarea para la que se requerían mentores mejor preparados que los improvisados de otros tiempos. También, aunque con serias cortapisas, había interés por preparar a las mujeres de clase media, para que, en caso necesario, pudieran ganarse la vida dignamente y para ello nada mejor que el magisterio, actividad que encajaba a la perfección con el esquema ideológico y simbólico de la sociedad porfirista.

En el proceso de "feminización " de la carrera magisterial también se observan intereses de orden económico, pues las profesoras recibían sueldos más bajos que sus compañeros varones, lo que redundaba en un atractivo ahorro para las finanzas públicas. Díaz Covarrubias reconocía que las jóvenes egresadas de las escuelas normales resultaban "más baratas" y redituables que sus colegas del sexo opuesto, ya que además de recibir sueldos más bajos que éstos, por las cualidades de su carácter y por falta de otras opciones laborales, se entregaban en forma más completa y prolongada al servicio de sus escuelas.

Si bien esta fue la principal tendencia oficial en favor de la educación femenina, no todos las acciones gubernamentales se ajustaron fielmente a dicho esquema. A raíz de la promulgación de la Ley de Instrucción Pública de 1867, en las esferas del poder se observa cierto interés por abrir el abanico formativo de las mujeres. Expresión de esta preocupación fue el establecimiento de la Escuela Secundaria para personas del sexo femenino, cuyas metas no se redujeron a formar profesoras de educación elemental o a capacitar a las alumnas para el desempeño de algún oficio, como pretendió hacerse en la Escuela de Artes y Oficios para Mujeres. La Secundaria femenina, contemporánea a la Nacional Preparatoria, tuvo intenciones más amplias. Además de moralizar a las alumnas y darles "ocupación en sociedad", pretendía "proporcionarles los conocimientos generales que las pongan al tanto de los adelantos de la época."

Como la consabida falta de recursos impidió que la fundación de la escuela normal, prometida por el código del 67, se hiciera realidad, la Secundaria y la Escuela Nacional Preparatoria debieron suplir tales funciones. Con este fin incluyeron en sus respectivos planes de estudio la asignatura de "métodos de enseñanza comparados" para los alumnos o alumnas, según fuera el caso, que desearan dedicarse al magisterio. Pero las pretensiones iniciales de sendas instituciones iban más allá de ese objetivo, de ahí la denominación de Secundaria de Niñas y no el de Normal de Profesoras con que pudo haberse identificado al plantel femenino si esta hubiera sido su intención vertebral. Al menos en teoría, pues su inauguración tuvo que esperar dos años, la creación de la Secundaria representó el primer intento oficial, a nivel nacional, de otorgar a las mexicanas una cultura "superior", cuyo plan de estudios llegó a incluir materias científicas inexistentes en algún otro establecimiento educativo para mujeres.

Sin embargo, en la práctica las cosas fueron muy distintas y pese a las expectativas de sus fundadores, las metas iniciales de la Secundaria cedieron ante la demanda social. Desde sus primeros años de vida, ésta se perfiló como un "semillero" de maestras, hasta que, por decreto del 4 de junio de 1888, quedó definitivamente convertida en la Escuela Normal de Profesoras. Como expresara Ezequiel A. Chávez al referirse a la Secundaria, su carácter híbrido, la heterogeneidad de los conocimientos que impartía, "tenían que dispersar las energías, evitando se concentrara en la formación del profesorado todo el esfuerzo material, intelectual y pecuniario". Estas deficiencias explican su transformación en normal y el abandono de su carácter inicial como escuela de estudios secundarios o "superiores".

Sin embargo, la importancia que la Secundaria de Niñas llegó a tener fue tal que, cuando en abril de 1881, Justo Sierra presentó ante la Cámara su "Proyecto de creación de una universidad", la incluyó entre las escuelas constitutivas de dicha institución, otorgándole igual jerarquía que al resto de los planteles nacionales y de los que habrían de crearse para dicho efecto. Para evitar cualquier duda al respecto, el político precisaba que las mujeres tendrían derecho a cursar "todas las clases de las escuelas profesionales, obteniendo al fin de la carrera diplomas especiales de la escuela Normal y de Altos Estudios". Añadía que en esta último plantel, considerado por el futuro secretario de Instrucción Pública como pináculo de los estudios universitarios, las mexicanas podrían obtener los mismos títulos que los varones, lo que equivalía a un inusitado reconocimiento de la capacidad intelectual y profesional del sexo opuesto. Si bien este primer proyecto universitario no tuvo eco en los medios políticos e intelectuales, muestra la disposición de un sector por promover la superación educativa de las mexicanas.

Pero la transformación de la Secundaria de Niñas en Normal de Profesoras no liquidó las posibilidades femeninas de cursar otro tipo de estudios superiores e incluso alguna carrera profesional, como empezó a suceder hacia mediados de los ochenta.Paulatinamente, las mujeres fueron reivindicando su derecho a estudiar en la Nacional Preparatoria. Un acercamiento a la "Sección

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