Manifiesto De Cartagena
Enviado por sasdasdf00 • 12 de Febrero de 2014 • 3.119 Palabras (13 Páginas) • 266 Visitas
Libertar a la Nueva Granada de la suerte de Venezuela y redimir a ésta de la que padece,
son los objetos que me he propuesto en esta memoria. Dignaos, oh mis conciudadanos,
de aceptarla con indulgencia en obsequio de miras tan laudables.
Yo soy, granadinos, un hijo de la infeliz Caracas, escapado prodigiosamente de en
medio de sus ruinas físicas y políticas, que siempre fiel al sistema liberal y justo que
proclamó mi patria, he venido a seguir los estandartes de la independencia, que tan
gloriosamente tremolan en estos Estados.
Permitidme que animado de un celo patriótico me atreva a dirigirme a vosotros, para
indicaros ligeramente las causas que condujeron a Venezuela a su destrucción,
lisonjiándome que las terribles y ejemplares lecciones que ha dado aquella extinguida
República, persuadan a la América a mejorar su conducta, corrigiendo los vicios de
unidad, solidez y energía que se notan en sus gobiernos.
El más consecuente error que cometió Venezuela al presentarse en el teatro político fue,
sin contradicción, la fatal adopción que hizo del sistema tolerante; sistema improbado
como débil y ineficaz, desde entonces, por todo el mundo sensato, y tenazmente
sostenido hasta los últimos períodos, con una ceguedad sin ejemplo.
Las primeras pruebas que dio nuestro gobierno de su insensata debilidad, las manifestó
con la ciudad subalterna de Coro, que denegándose a reconocer su legitimidad, la
declaró insurgente, y la hostilizó como enemigo. La Junta Suprema en lugar de
subyugar aquella indefensa ciudad, que estaba rendida con presentar nuestras fuerzas
marítimas delante de su puerto, la dejó fortificar y tomar una actitud tan respetable que
dejó subyugar después la confederación entera, con casi igual facilidad que la que
teníamos nosotros anteriormente para vencerla, fundando la Junta su política en los
principios de humanidad mal entendida que no autorizan a ningún gobierno para ser por
la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos.
Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la
ciencia práctica del Gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que,
imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política,
presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos
por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica, y sofistas por soldados. Con
semejante subversión de principios y de cosas, el orden social se sintió extremadamente
conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución
universal que bien pronto se vio realizada.
De aquí nació la impunidad de los delitos de Estado cometidos descaradamente por los
descontentos, y particularmente por nuestros natos e implacables enemigos los
españoles europeos, que maliciosamente se habían quedado en nuestro país, para tenerlo
incesantemente inquieto y promover cuantas conjuraciones les permitían formar
nuestros jueces, perdonándolos siempre, aun cuando sus atentados eran tan enormes,
que se dirigían contra la salud pública.
La doctrina que apoyaba esta conducta tenía su origen en las máximas filantrópicas de
algunos escritores que defienden la no residencia de facultad en nadie para privar de la
vida a un hombre, aun en el caso de haber delinquido éste en el delito de lesa patria. Al
abrigo de esta piadosa doctrina, a cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón
sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar; porque los gobiernos liberales deben
distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal, que contribuyó más que nada a
derribar la máquina que todavía habíamos enteramente concluido!
De aquí vino la oposición decidida a levantar tropas veteranas, disciplinadas y capaces
de presentarse en el campo de batalla, ya instruidas, a defender la libertad con suceso y
gloria. Por el contrario, se establecieron innumerables cuerpos de milicias
indisciplinadas, que además de agotar las cajas del erario nacional con los sueldos de la
plana mayor, destruyeron la agricultura, alejando a los paisanos de sus lugares e
hicieron odioso el Gobierno que obligaba a éstos a tomar las armas y a abandonar sus
familias.
Las repúblicas, decían nuestros estadistas, no han menester de hombres pagados para
mantener su libertad. Todos los ciudadanos serán soldados cuando nos ataque el
enemigo. Grecia, Roma, Venecia, Génova, Suiza, Holanda, y recientemente el Norte de
América, vencieron a sus contrarios sin auxilio de tropas mercenarias siempre prontas a
sostener el despotismo y a subyugar a sus conciudadanos.
Con estos antipolíticos e inexactos raciocinios fascinaban a los simples; pero no
convencían a los prudentes que conocían bien la inmensa diferencia que hay entre los
pueblos, los tiempos y las costumbres de aquellas repúblicas y las nuestras. Ellas, es
verdad que no pagaban ejércitos permanentes; mas era porque en la antigüedad no los
había, y sólo confiaban la salvación y la gloria de los Estados, en sus virtudes políticas,
costumbres severas y carácter militar, cualidades que nosotros estamos muy distantes de
poseer. Y en cuanto a las modernas que han sacudido el yugo de sus tiranos, es notorio
que han mantenido el competente número de veteranos que exige su seguridad;
exceptuando al Norte de América, que estando en paz con todo el mundo y guarnecido
por el mar, no ha tenido por conveniente sostener en estos últimos años el completo de
tropa veterana que necesita para la defensa de sus fronteras y plazas.
El resultado probó severamente a Venezuela el error de su cálculo, pues los milicianos
que salieron al encuentro del enemigo, ignorando hasta el manejo del arma, y no
estando habituados a la disciplina y obediencia, fueron arrollados al comenzar la última
campaña, a pesar de los heroicos y extraordinarios esfuerzos que hicieron sus jefes por
llevarlos a la victoria. Lo que causó un desaliento general en soldados y oficiales,
porque es una verdad militar que sólo ejércitos aguerridos son capaces de sobreponerse
a los primeros infaustos sucesos de una campaña. El soldado bisoño lo cree todo
perdido, desde que es derrotado una vez, porque la experiencia no le ha probado que el
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