Mundo Maya
Enviado por cesarop • 8 de Octubre de 2012 • 9.356 Palabras (38 Páginas) • 558 Visitas
Los Mayas
Texto: Mercedes de la Garza.
Ilustración: Arnaldo Coen.
Bajo la luz de la luna, pirámides y grandes templos alzaban sus siluetas.
En los obscuros palacios dormían los sacerdotes y los gobernantes.
Árboles inmensos, como centinelas nocturnos, rodeaban el lugar.
Un grupo de chozas bordeaban el centro ceremonial, en una de ellas, a través de las paredes de bajareque, se veía la luz rojiza de las brasas.
Todavía no había salido el sol cuando, en esa choza, el padre se levantó y avivó el fuego.
Sacudió el hombro de su hijo para despertarlo. Acarició la frente de la mujer acostada y preguntó:
—¿Todavía no? —No, pero regresa pronto —dijo ella.
Padre e hijo, vestidos con sus taparrabos, su manta y sus sandalias, salieron de prisa a trabajar al campo.
Con las primeras luces del amanecer, quetzales y colibríes comenzaron a revolotear.
El aleteo de las garzas y los faisanes, el paso sigiloso de los venados y los chillidos de los monos, daban la bienvenida al sol.
En la casa, mientras tanto, la madre apuró a las niñas para que molieran el maíz, limpiaran los frijoles y dieran de comer a los guajolotes.
Ella misma preparó el guisado para cuando los hombres regresaran del campo.
Poco después de la comida, de pronto, con voz firme ordenó: —Hija, haz prisa, corre por la partera, ha llegado el tiempo.
Ansiosos, todos esperaban el alumbramiento. Cuando la partera recibió al recién nacido, apoyó el cordón umbilical sobre una mazorca y lo cortó con un cuchillo nuevo de pedernal.
Por las caras sonrientes era fácil saber que todo había salido bien.
La partera bañó al bebé en una fuente de agua pura. Después arrojó allí los objetos usados durante el parto. El padre tomó unos granos de mazorca y los sembró; de ellos saldría el primer alimento.
Otros granos los guardaría cuidadosamente para que el mismo niño los plantara cuando fuera grande, y unos más fueron reservados para el sacerdote.
Cuando tenía apenas cinco días de nacido, le colocaron al niño unas tablillas en la frente y en la nuca. Las tendría puestas por unos cuantos días para deformarle el cráneo, pues, según ellos, así se vería más hermoso.
Un sacerdote le puso por nombre el del día de su nacimiento.
Cuatro era un número mágico que simbolizaba muchas cosas, entre ellas las cuatro esquinas de la milpa. Por eso, cuando el niño cumplió cuatro meses hicieron la ceremonia del hetzmek.
El padrino lo cargo sobre su cadera y le mostró los objetos que utilizaría cuando fuera más grande. Pero si hubiera sido niña, el hetzmek se habría celebrado a los tres meses, porque tres eran las piedras que sostenían el comal, que representaba las tareas femeninas.
Siguieron muchas fiestas con cada nueva hazaña del niño:
El primer bocado, los primeros pasos, sus primeras palabras y el primer corte de cabello. A los tres años, le pegaron sobre la cabeza una piedrecita que usaría durante toda su infancia. A las niñas les ataban una concha roja sobre el pubis.
El niño quería ser grande. Al fin cumplió 12 años. Ya estaba preparado para tomar parte en el Caputzihil, la fiesta del "nacer de nuevo" que iniciaba a todos los jóvenes y jovencitas, de entre 12 y 14 años de edad, en la vida adulta.
El padrino, para purificarlo, le colocó un paño blanco sobre la cabeza y le salpicó con agua la cara y entre los dedos de los pies y de las manos. Luego el sacerdote le despegó la piedrecita.
Las madres, por su parte, les quitaban la concha a las niñas. A todos les fueron poniendo el nombre de sus padres.
Las niñas continuarían viviendo en sus casas, pero el niño tuvo que despedirse de la familia.
Ahora, hasta que contrajera matrimonio, viviría en una casa para jóvenes donde se perfeccionaría en el aprendizaje de algún oficio, así como en los deberes religiosos que había empezado a aprender de niño en la casa paterna. Oraría y ayunaría periódicamente.
Aprendió a hacer ofrendas de incienso, animales y comida. También de su propia sangre extraída de orejas, dedos y otras partes del cuerpo. Desde niño le habían enseñado a soportar el dolor y el significado del sacrificio.
Cuando cumplió 20 años, su padre le eligió una joven del mismo nivel social. El casamentero hizo los acuerdos con la familia de la novia.
El novio, acompañado por sus padres, visitó una y otra vez la casa de sus futuros suegros y llevó como regalos mantas, cacao, maíz, algodón, piedras y plumas.
El día elegido por el sacerdote para la boda, un anciano bendijo a la pareja y les aconsejó llevar una vida recta. Hicieron un gran festejo.
Unos meses después del casamiento, la muerte del abuelo entristeció a todos.
Las ceremonias de los funerales fueron muy impresionantes.
Enterraban al difunto con su plato predilecto, sus adornos, su jícara labrada y su ropa más fina, para que lo acompañaran en su viaje al otro mundo.
Según la creencia, allí se reuniría con el dios de la muerte.
Pero la vida siguió su curso. La época de cosecha había terminado. Junto con otros jóvenes le tocó dedicarse a la construcción de un templo para ampliar el centro ceremonial que conoció de niño. Sus mayores estaban terminando un palacio, los baños de vapor y la futura tumba secreta para el gobernante.
¡Cómo le hubiera gustado estar junto con sus amigos trabajando en la cancha para el juego de pelota!
Todas las mañanas, camino a las obras, se detenía un momento a contemplar el trabajo de los escultores que tallaban en piedra relieves y jeroglíficos que narraban las historias de los gobernantes.
Cuando el palacio quedó terminado entraron los pintores muralistas, quienes empezaron a decorarlo hasta el techo con escenas religiosas y de la vida diaria.
De regreso a su casa, le daba gran gusto ver tantas construcciones bellamente adornadas. Era la obra de todos. Era suya y sería de sus hijos.
Él y todos los que con sus manos habían creado el esplendor, y la belleza del centro ceremonial, veían a lo lejos a los dirigentes ataviado con grandes penachos de plumas, joyas y flores, que infundían respeto y admiración a su paso.
Después del trabajo en la construcción, regresó cansado a su choza. Mientras comía con su mujer, platicaron de los manjares que estarían comiendo los sacerdotes y los gobernantes. Contempló a su hijito dormido y lo imaginó crecido, campesino como él. Él no conocía otra cosa
...