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Acuerdo 648


Enviado por   •  25 de Octubre de 2012  •  12.312 Palabras (50 Páginas)  •  386 Visitas

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J.K. ROWLING

Harry Potter

y

la piedra filosofal

Harry Potter se ha quedado huérfano y vive en casa de sus abominables tíos y del insoportable primo Dudley. Harry se siente muy triste y solo, hasta que un buen día recibe una carta que cambiará su vida para siempre. En ella le comunican que ha sido aceptado como alumno en el colegio interno Hogwarts de magia y hechicería. A partir de ese momento, la suerte de Harry da un vuelco espectacular. En esa escuela tan especial aprenderá encantamientos, trucos fabulosos y tácticas de defensa contra las malas artes. Se convertirá en el campeón escolar de quidditch, especie de fútbol aéreo que se juega montado sobre escobas, y se hará un puñado de buenos amigos... aunque también algunos temibles enemigos. Pero sobre todo, conocerá los secretos que le permitirán cumplir con su destino. Pues, aunque no lo parezca a primera vista, Harry no es un chico común y corriente. ¡Es un mago!

Título original: Harry Potter and the Philosopher’s Stone

Traducción: Alicia Dellepiane

Copyright © J.K. Rowling, 1997

Copyright © Emecé Editores, 1999

El Copyright y la Marca Registrada del nombre y del personaje Harry Potter, de todos los demás nombres propios y personajes, así como de todos los símbolos y elementos relacionados, son propiedad de Warner Bros, 2000

Emecé Editores España, S.A.

Mallorca, 237 - 08008 Barcelona - Tel. 93 215 11 99

ISBN: 84-7888-445-9

Depósito legal: B-36.730-2000

1ª edición, marzo de 1999

14ª edición, agosto de 2000

Printed in Spain

Impresión: Domingraf, S.L. Impressors

Pol. Ind. Can Magarola, Pasaje Autopista, Nave 12

08100 Mollet del Vallés

Para Jessica, a quien le gustan las historias,

para Anne, a quien también le gustaban,

y para Di, que oyó ésta primero.

1

El niño que vivió

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Pri¬vet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy nor¬males, afortunadamente. Eran las últimas personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o miste¬rioso, porque no estaban para tales tonterías.

El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba taladros. Era un hombre corpulen¬to y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo estirándolo por enci¬ma de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor que él.

Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también te¬nían un secreto, y su mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los Potter.

La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía años; tanto era así que la señora Durs¬ley fingía que no tenía hermana, porque su hermana y su ma¬rido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pen¬sar qué dirían los vecinos si los Potter apareciesen por la ace¬ra. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño, pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.

Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursley parloteaba alegremente mientras instalaba al ruidoso Dudley en la silla alta.

Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.

A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las pare¬des. «Tunante», dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se alejó del número 4.

Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato estaba mirando un plano de la ciu¬dad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué había estado pen¬sando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mi¬rada. Mientras el señor Dursley daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet Drive» (no podía ser, los gatos no saben leer los rótu¬los ni los planos). El señor Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir aquel día.

Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras esperaba en el habitual embotella¬miento matutino, no pudo dejar de advertir una gran canti¬dad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser alguna tontería publi¬citaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos mi¬nutos más tarde, el señor Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.

El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría

...

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