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Adolescencia En Maneras De Convivir


Enviado por   •  27 de Septiembre de 2012  •  677 Palabras (3 Páginas)  •  413 Visitas

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PANES DE CEBADA

LUCIA BAQUEDANO

1

TENIA entonces sólo veintiún años, y por eso quizá me sentí tan decepcionada cuando supe que mi destino era un pueblo.

Yo siempre había soñado con una escuela tan diferente... La veía moderna, bien instalada, ale¬gre... Pero la vida es así.

—Ni siquiera viene el nombre del pueblo en la Enciclopedia. Debe de ser una birria —dijo mi her¬mana Sylvia, dejando así mi moral por los suelos.

Mi madre, como siempre, me animó.

—El sitio es lo de menos. Lo importante es que te sientas a gusto, y que la gente te quiera... Para ser feliz, ¿que más da que el lugar sea grande o chico?

Pero yo pensaba de muy diferente manera. Creía que para mandarme a un sitio así, no era necesario que me hicieran un examen tan duro, ni aquel cu¬rioso test, que dio como resultado que yo me encon¬traba plenamente capacitada para dirigir una escue¬la de ciento setenta niños.

Si tan bien lo hice todo que incluso merecí la felicitación del tribunal, ¿por qué ahora me daban una escuela en un pueblo tan pequeño? ¿Cuántos alumnos tendría? ¿Tal vez nueve?

Debí hacer estas reflexiones en voz alta, porque Sylvia se rió.

—El trabajo te dejará agotada, pero no te pre¬ocupes. A ti siempre te ha gustado escribir y los ratos libres puedes dedicarlos a eso. Sería buenísimo que salieras de casa como maestra rural y volvieras con un premio literario bajo el brazo, ¿no te parece?

Pero yo no estaba para bromas. El pueblecito aquel se me había atragantado, y estaba segura de que iba a ser algo horrible.

Lo noté en cuanto llegué a la estación y localicé el autobús rojo y azul, sin duda contemporáneo de Godoy, lleno de viajeros, y con el techo repleto de cestas, escobas, un cochecito de bebé, enormes far¬dos de plantas, un colchón y montones de cajas de cartón atadas con cuerdas.

Pregunté a una mujer si aquél era el coche que iba a Beirechea, con la esperanza de que me dijera que no, pero me contestó afirmativamente, en un intervalo de su discusión con el cobrador que pre¬tendía subirle a la baca una enorme maleta atada con cuerda de esparto, a la que ella se aferraba como si en ello le fuera la vida.

—Que sí, Perico... Que te digo que sí... —decía, creyéndose graciosísima y haciendo señas a su ro¬busto chiquillo, que se había sentado cómodamente con los pies en el otro asiento, para que le ayudara a colocar debajo la preciosa maleta.

Me quedé en pie en aquel pasillo horrendo y es¬peré resignada a que el autobús se pusiera en mar¬cha, si es que aún andaba aquel trasto... Y anduvo, claro. Yo soy así de desgraciada.

Y me despedí entonces de mi agradable vida de chica de ciudad. Lo último que vi de ella fue la son¬risa de mi madre, que agitaba la mano, y sus ojos llenos de lágrimas. Sentí un nudo en la garganta y apreté los puños

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