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Carlos Sisi.


Enviado por   •  9 de Enero de 2012  •  Trabajo  •  10.428 Palabras (42 Páginas)  •  518 Visitas

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Carlos Sisi

La pandemia no se los llevó.

Los trajo de vuelta

LOS CAMINANTES

Los Caminantes es un desgarrador relato que recoge los últimos días de la civilización tal y como la conocemos. Tras sobrevivir a la sobrecogedora pandemia que hace que los muertos vuelvan a la vida, los supervivientes se enfrentan al reto de llegar al final de cada día. La novela narra con un lenguaje visual y directo como los destinos de estos supervivientes se entretejen en torno a un misterioso personaje: El Padre Isidro.

Los Caminantes nos sumerge en un entorno de indecible presión psicológica, explorando la oscuridad del alma humana a medida que se enfrenta a sus peores pesadillas.

Caminantes

© 2009 T. Dolmen Editorial sobre la presente edición

© De la obra. Carlos Sisi.

Primera edición: Noviembre 2009

ISBN: 978-84-935993-9-3

Depósito Legal: B-44918-2009

C/ Arquitecto Gaspar Bennasar 60, 2ºB

07003 Palma de Mallorca

dolmen@dolmeneditorial.com

Corrección: Rocío Orraca. Maquetación interior: Llorenc P. B.

Editor: Vicente García. Director colección: Jorge Iván Argiz.

Diseño y dibujo de portada: Alejandro Colucci.

A mi familia. A todos.

ÍNDICE

I 7

II 9

III 13

IV 16

V 22

VI 25

VII 31

VIII 35

IX 40

X 44

XI 54

XII 60

XIII 67

XIV 73

XV 78

XVI 82

XVII 87

XVIII 93

XIX 101

XX 108

XXI 113

XXII 119

XXIII 124

XXIV 130

XXV 137

XXVI 145

XXVII 150

XXVIII 156

XXIX 160

XXX 165

XXXI 169

XXXII 173

XXXIII 178

XXXIV 183

XXXV 190

XXXVI 195

XXXVII 199

XXXVIII 202

XXXIX 207

XL 211

XLI 214

XLII 219

XLIII 224

XLIV 229

Colofón 233

I

Cuando Susana se decidió por fin a regresar al apartamento, hacía un buen rato que la noche había caído. Era una noche fresca, limpia, y el aire no traía consigo nada de la pestilencia desapacible de los bordes exteriores. Solamente este detalle había inundado de buen humor el corazón de la joven, que caminaba a buen paso por los corredores inferiores del edificio.

La guardia había sido muy tranquila. Los caminantes ya rara vez se acercaban a las alambradas, aunque aún podían verse muchos en la distancia, silenciosos, arrastrando los pies en su lento pero continuo deambular. No todos andaban. Susana habría jurado que uno de ellos, situado junto al desvencijado quiosco de prensa, había estado inmóvil durante semanas enteras, con las piernas abiertas y los brazos extendidos, observando la luna con ceñuda preocupación, o el sol con manifiesta indiferencia.

En realidad, las ideas de Aranda habían tenido buen resultado. Fue él el que sugirió crear el segundo campamento base, mucho más iluminado que el primero. Siguiendo sus instrucciones, se colocaron allí varias fuentes de sonido que atraían la atención de los caminantes como insectos a la luz. Venían en oleadas y se arremolinaban alrededor sin cejar nunca en el empeño de intentar acceder; desgarrándose la carne contra las alambradas, descomponiéndose en los lodazales ácidos, y finalmente siendo bloqueados por los muros y camiones barricada. Desde entonces, el campamento real disfrutaba de mucha más tranquilidad. Tener a los muertos acechando en el lugar equivocado tenía un efecto psicológico muy positivo sobre todos los supervivientes. Pero sobre todo, haberse librado de los ruidos había obrado maravillas en el corazón de aquellos hombres y mujeres que se obcecaban en sobrevivir. Ruidos de muerte y ruina, como las lentas, arrastradas y sordas palmadas sobre los muros sin ningún deje de ritmo visible. O el susurro de los cuerpos deslizándose unos contra otros en la oscuridad. De vez en cuando, el abominable cloqueo de una garganta inundada por una pasta cenagosa de sangre seca y tierra. Todo eso había cesado por fin. Los muertos acechaban el campamento falso.

Susana caminó la distancia que le separaba de su habitación, entró y aseguró la puerta con los muchos cerrojos y tablones. Entonces se volvió hacia la oscuridad de su pequeño apartamento. Era entonces cuando cerraba los ojos y respiraba hondo, preparándose para disfrutar de las últimas horas del día en soledad. Horas para sí misma, que ningún pensamiento oscuro conseguían violentar. Entonces se desnudaba, se aseaba y se tumbaba sobre la cama. Le gustaba entonces permanecer en silencio, concentrándose en no pensar en nada, al menos hasta que el sueño se proclamaba vencedor. Pero no eran muchas las ocasiones en las que conseguía vaciar su cabeza; imágenes y recuerdos se interponían en tropel. Casi siempre, su inconsciente tenía otros planes e insistía en regresar, una y otra vez, al pasado. Al principio. A un antes... a cuando la vida era normal, y la gente moría y se quedaba muerta.

II

Julio tenía veintiún años cuando vio por primera vez un cadáver. No era un cadáver horrible, no estaba podrido, ni tenía heridas. Sólo estaba blanco, blanco como la mismísima nieve. Y estaba blanco porque acababan de sacarlo del fondo de la playa. Era un ahogado.

La policía, por supuesto, no permitía que nadie se acercase, pero Julio y todos los demás tenían una buena vista desde lo alto del rompeolas. Se decía que lo había encontrado una alemana mientras paseaba al amanecer; la marea lo había arrastrado, desnudo y tieso como un viejo leño, hasta la orilla. La policía había hecho fotos, habían hablado con la alemana y tomado numerosas notas. Habían examinado el cadáver y lo habían cubierto al fin con una especie de loneta oscura, que tenía el brillo y la textura del plástico. Todo eso lo había visto Julio desde su privilegiada posición.

Tan sólo diez minutos más tarde, mientras el juez y los policías intercambiaban documentación, el cadáver se sacudía con una arremetida tan fuerte que la loneta se deslizó a un lado. Todo el mundo se volvió para mirar. Julio lo miró con cierta fascinación; el sol bañaba su carne blanca y húmeda confiriéndole un aspecto jabonoso. Entonces, torpemente, el ahogado comenzó a incorporarse emitiendo gruñidos y ásperos cloqueos. Sus brazos temblaban, parecía que en cualquier momento iba a caerse de bruces contra la arena. Dos de los policías, saliendo por

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