Cronicas Marcianas
Enviado por katjaparis • 15 de Noviembre de 2012 • 3.363 Palabras (14 Páginas) • 410 Visitas
El picnic de un millón de años
De algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca. Pero Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y las dijo mamá en vez de él.
Papá restregó los pies en un montón de guijarros marcianos y se mostró de acuerdo. Siguió un alboroto y un griterío; el campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos, mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de papá.
Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia delante, y la familia gritó:
-¡Hurra!
Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los velludos dedos de papá y miró cómo se retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra.
Recordaba aún la noche anterior a la partida, las prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy pensó en sus hermanos menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescan Así decían al menos.
La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y
quizá también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de preocupación o de tristeza.
El cohete, ya casi frío, desapareció detrás de una curva.
-¿Durará mucho el paseo? -preguntó Robert.
La mano le saltaba como un cangrejito sobre el agua violeta.
Papá suspiró:
-Un millón de años.
~¡Zas! -dijo Robert.
-Mirad, chicos. -Mamá extendió un brazo largo y suave-. Una ciudad muerta.
Los chicos miraron con una expectación fervorosa, y la ciudad muerta estaba allí, muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido silencio estival puesto allí por algún marciano hacedor de climas.
Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera muerta.
Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas dunas; unas columnas caídas, un templo solitario, y más allá otra vez las extensiones de arena. Nada más, un desierto blanco a lo largo del canal, y encima un desierto azul.
De repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago celeste; golpeó, se hundió y desapareció.
Papá lo miró con ojos asustados.
-Creí que era un cohete.
Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando de ver la Tierra en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de matarse unos a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y lejano como el duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral silenciosa; e igualmente absurda.
William Thomas se enjugó la frente y sintió en el brazo la mano de Timothy, como una tarántula joven, arrobada.
-¿Qué tal, Timmy?
-Muy bien, papá.
Timothy no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando ahora dentro de ese vasto mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de gran nariz aguileña, tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos azules, como las bolitas de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de verano, y de piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones holgados.
-¿Qué miras, papá?
-Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad.
-Jodas esas cosas están allá arriba?
-No. No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca volverán a estarlo. Quizá nunca lo estuvieron.
-¿Eh?
-Mira el pez -dijo papá señalando el agua.
Se oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos doblaron los cuellos delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo «¡oh!» y «¡ah!».
Un anillado pez de plata nadaba junto a ellos. De pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de comida.
Papá miró el pez y dijo con voz grave y serena:
-Es como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un poco de comida, y se contrae. Un momento después... ya no hay Tierra.
-William -dijo mamá.
_Perdona -dijo papá.
Inmóviles, en silencio, miraron pasar las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas. Sólo se oía el zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que dilataba el aire.
-¿Cuándo veremos a los marcianos? -preguntó Michael.
-Quizá muy pronto -dijo papá-. Esta noche tal vez.
-Oh, pero los marcianos son una raza muerta -dijo mamá.
-No, no es cierto. Yo os enseñaré algunos marcianos -replicó
papá.
Tirnothy frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era muy raro ahora. Las vacaciones y la pesca y las miradas que se cruzaba la gente.
Los otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y protegiéndose los ojos con las manitas examinaban los pétreos bordes del canal a dos metros por encima del agua.
-Pero ¿cómo son los marcianos? -preguntó Michael.
Papá se rió de un modo extraño y Timothy vio que un pulso le latía en la mejilla.
-Lo sabrás cuando los veas.
La madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo de oro rizado en lo alto de la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con reflejos de ámbar, del color de las aguas profundas del canal cuando la corriente se deslizaba a la sombra. Se le podían ver los pensamientos nadando como peces en los ojos; unos brillantes, otros sombríos, unos rápidos y fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces, como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo color y nada más. Estaba sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha y la otra sobre los oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el sol le asomaba bajo la blusa, abierta como una flor blanca.
Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad,
...