EL Hombre Que Calculaba
Enviado por maryola • 8 de Julio de 2013 • 2.841 Palabras (12 Páginas) • 310 Visitas
John Katzenbach
Traducción de Rafael Marín Trechera
Ediciones B
Barcelona•Bogotá•Buenos Aires•Caracas•Madrid•México D.F.•Montevideo•Quito•Santiago de Chile
Título original: The Wrong Man
Traducción: Rafael Marín Trechera
1.a edición: marzo 2007
© 2006 by John Katzenbach
© Ediciones B, S. A., 2007
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Printed in Spain
ISBN: 978-84-666-3208-9
Depósito legal: B. 8.250-2007
Impreso por GRÁFICAS 94
Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si ha llegado a tus manos, es en calidad de préstamo, de amigo a amigo, y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacer, en ningún caso, difusión ni uso comercial del mismo.
Edición digital: Adrastea, Abril 2008
Para los sospechosos habituales:
esposa, hijos y perro.
—¿Te gustaría escuchar una historia? ¿Una historia poco corriente?
—Desde luego.
—Bien, pero primero tienes que prometerme una cosa: nunca le dirás a nadie dónde la escuchaste. Y si alguna vez vuelves a contarla, en cualquier circunstancia, situación o formato, ocultarás los detalles para que no puedan relacionarla conmigo ni con las personas de las que voy a hablarte. Nadie sabrá nunca si es verdad o no. Nadie podrá descubrir su fuente exacta. Y todo el mundo creerá que es otra de las historias que tú cuentas: inventada. Pura ficción.
—Eso suena un poco exagerado. ¿De qué trata esa historia?
—De un asesinato. Se cometió hace unos años. O tal vez nunca, claro. ¿Quieres escucharla?
—Adelante.
—Entonces dame tu palabra —pidió con recelo.
—Muy bien. Tienes mi palabra.
Ella se inclinó hacia delante y tomó aliento para comenzar.
—Supongo que podríamos decir que empezó en el momento en que él encontró aquella carta de amor.
1
El profesor de Historia y las dos mujeres
Cuando Scott Freeman leyó por primera vez la carta que encontró en un cajón de la cómoda de su hija, dos semanas después de la última visita de ésta a su casa, arrugada y oculta tras unos viejos calcetines blancos, tuvo la súbita certeza de que alguien iba a morir.
No fue una sensación clara y definida, pero lo embargó con la intensidad de una amenaza inminente. Cuando logró sosegarse un poco, se quedó inmóvil y repasó una y otra vez las palabras escritas en el papel.
Nadie puede amarte como yo lo hago. Nadie lo hará jamás. Estamos hechos el uno para el otro, y nada lo impedirá. Estaremos juntos para siempre. De un modo u otro.
(Sin firma)
Estaba impresa en papel corriente y con letra cursiva, lo que le daba un aire anticuado. No pudo encontrar el sobre donde venía, así que no había ningún remite, ni siquiera un matasellos que él pudiera comprobar. La colocó sobre la cómoda y trató de alisar las arrugas que le daban un aspecto apremiante. Su hija debía de haberla estrujado antes de meterla en el fondo del cajón. Observó de nuevo las palabras y trató de creer que eran inofensivas. Un vehemente requerimiento de amor, un arrebato pasional de algún compañero de estudios de Ashley, tal vez una mera aventura que ella le había ocultado por pruritos románticos.
Pero nada de lo que pensó pudo borrar aquella sensación inquietante.
Scott Freeman no se consideraba un hombre receloso, ni proclive a la cólera o a tomar decisiones precipitadas. Le gustaba considerar detenidamente cualquier elección, examinar cada aspecto de su vida como si fuera la arista de un diamante puesto al microscopio. Era metódico por trabajo y por naturaleza, pese a que llevaba el pelo largo y desordenado para recordarse sus años de juventud a finales de los sesenta. Le gustaba vestir vaqueros y una chaqueta de pana gastada con parches de cuero en los codos. Usaba unas gafas para leer y otras para conducir, y siempre llevaba ambas encima. Se mantenía en forma haciendo ejercicio a diario, corriendo cuando el clima lo permitía o en una cinta sin fin durante los largos inviernos de Nueva Inglaterra. En parte lo hacía para compensar las ocasiones en que bebía demasiado, acompañando a veces el whisky con un porro. Scott se enorgullecía de sus clases, que le permitían ciertos alardes de vanidad cuando se enfrentaba a un aula repleta. Le encantaba su especialidad, la historia, y esperaba cada septiembre con entusiasmo, sin el cinismo que aquejaba a muchos de sus colegas de facultad. No obstante, pensaba que llevaba una vida demasiado apacible, así que ocasionalmente se permitía alguna conducta alocada; por ejemplo, un Porsche 911 de hacía diez años que conducía hasta la época de las nevadas, con rock and roll a toda pastilla en la radio. Reservaba la vieja furgoneta para los inviernos. Tenía algún ligue ocasional, pero sólo con mujeres de más o menos su edad, más realistas en sus expectativas, y reservaba sus pasiones para los Red Sox, los Patriots, los Celtics, los Bruins y todos los equipos deportivos de la facultad.
Se consideraba un hombre rutinario, y a veces pensaba que sólo había tenido tres aventuras de verdad en su vida adulta. Una, cuando recorría en kayak la rocosa costa de Maine y una fuerte corriente y una niebla súbita lo apartaron de sus compañeros, dejándolo durante horas en medio de una gris bruma de tranquilidad, rodeado únicamente por el sonido de las olas que lamían el kayak y el ocasional chapoteo de una foca o una marsopa. El frío y la humedad lo envolvían y empañaban su visión. Comprendió que estaba en grave peligro, pero conservó la calma y esperó hasta que una embarcación de la Guardia Costera surgió de la húmeda bruma que lo rodeaba. El oficial le dijo que se encontraba muy cerca de una corriente traicionera que con toda seguridad lo habría arrastrado mar adentro, y por eso se asustó mucho más después de ser rescatado que cuando estaba en peligro.
Ésa fue una de sus aventuras. Las otras dos duraron más. En 1968, cuando Scott tenía dieciocho años y acababa de ingresar en la universidad, rechazó un recurso para prorrogar el reclutamiento porque le parecía inmoral permitir que otros se jugasen la vida mientras él estudiaba, a salvo de todo. Este romanticismo trasnochado le pareció muy ético en su momento, pero lo dejó sin aliento cuando recibió la carta de alistamiento. En un santiamén se encontró convertido en soldado y camino de una unidad de apoyo en Vietnam. Durante seis meses sirvió en una unidad de artillería. Su trabajo consistía en transmitir las coordenadas que recibía por radio al comandante del asentamiento artillero, quien ajustaba la puntería de los cañones y luego ordenaba hacer fuego.
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