El Prisionero
Enviado por guillermotamro • 3 de Diciembre de 2014 • 2.935 Palabras (12 Páginas) • 181 Visitas
EL PRISIONERO De Augusto Roa Basto
Los DISPAROS se respondían intermitentemente en la fría noche invernal. Formaban una línea indecisa y fluctuante en torno al rancho; avanzaban y retrocedían, en medio de largas pausas ansiosas, como los hilos de una malla que se iba cerrando cautelosa, implacablemente, a lo largo de la selva y los esteros adyacentes a la costa del río. El eco de las detonaciones pasaba rebotando a través de delgadas capas acústicas que se rompían al darle paso. Por su duración podía calcularse el probable diámetro de la malla cazadora tomando el rancho como centro: eran tal vez unos cuatro o cinco kilómetros. Pero esa legua cuadrada de terreno rastreado y batido en todas direcciones, no tenía prácticamente límites. En todas partes estaba ocurriendo lo mismo.
El levantamiento popular se resistía a morir del todo. Ignoraba que se le había escamoteado el triunfo y seguía alentando tercamente, con sus guerrillas deshilachadas, en las ciénagas, en los montes, en las aldeas arrasadas.
Más que durante los propios combates de la rebelión, al final de ellos el odio escribió sus páginas más atroces. La lucha de facciones degeneró en una bestial orgía de venganzas. El destino de familias enteras quedó sellado por el color de la divisa partidaria del padre o de los hermanos. El trágico turbión asoló cuanto pudo. Era el rito cíclico de la sangre. Las carnívoras divinidades aborígenes habían vuelto a mostrar entre el follaje sus ojos incendiados; los hombres se reflejaban en ellos como sombras de un viejo sueño elemental. Y las verdes quijadas de piedra trituraban esas sombras huyentes. Un grito en la noche, el inubicable chistido de una lechuza, el silbo de la serpiente en los pajonales, levantaban paredes que los fugitivos no se atrevían a franquear. Estaban encajonados en un embudo siniestro; atrapados entre las automáticas y los máuseres, a la espalda, y el terror flexible y alucinante, acechando la fuga. Algunos preferían afrontar a las patrullas gubernistas. Y acabar de una vez.
El rancho incendiado, en medio del monte, era un escenario adecuado para las cosas que estaban pasando. Resultaba lúgubre y al mismo tiempo apacible; ana decoración cuyo mayor efecto residía en su inocencia destruida a trechos. La violencia misma no había completado su obra; no había podido llegar a ciertos detalles demasiado pequeños en que el recuerdo de otro tiempo sobrevivía. Los horcones quemados apuntaban al cielo fijamente entre las derruidas paredes de adobe. La luna bruñía con un tinte de lechosa blancura los cuatro carbonizados muñones. Pero no era esto lo principal. En el reborde de una ventana, en el cupial del rancho, por ejemplo, persistía una diminuta maceta: una herrumbrada latita de conservas de donde emergía el tallo de un clavel reseco por las llamas; persistía allí a despecho de todo, como un recuerdo olvidado, ajena al cambio, rodeada por el brillo inmemorial de la luna, como la pupila de un niño ciego que ha mirado el crimen sin verlo.
El rancho estaba situado en un punto estratégico; dominaba la única salida de la zona de los esteros donde se estaban realizando las batidas y donde se suponía permanecía oculta la última montonera rebelde de esa región. El rancho era algo así como el centro de operaciones del destacamento gubernista.
Las armas y los cajones de proyectiles se hallaban amontonados en la que había sido la única habitación del rancho. Entre las armas y los cajones de proyectiles había un escaño viejo y astillado. Un soldado con la gorra puesta sobre los ojos dormía sobre él. Bajo la débil reverberación del fuego que, pese a la estricta prohibición del oficial, los soldados habían encendido para defenderse del frío, podían verse los bordes pulidos del escaño, alisados por años y años de fatigas y sudores rurales. En otra parte, un trozo de pared mostraba un solero casi intacto con una botella negra chorreada de sebo y una vela a medio consumir ajustada en el gollete. Detrás del rancho, recostado contra el tronco de un naranjo agrio, un pequeño arado de hierro con la reja brillando opacamente, parecía esperar el tiro tempranero de la yunta en su balancín y en las manceras los puños rugosos y suaves que se estarían pudriendo ahora quién sabe en qué arruga perdida de la tierra. Por estas huellas venía el recuerdo de la vida. Los soldados nada significaban; las automáticas, los proyectiles, la violencia tampoco. Sólo esos detalles de una desvanecida ternura contaban.
A través de ellos se podía ver lo invisible; sentir en su trama secreta el pulso de lo permanente. Por entre las detonaciones, que parecían a su vez el eco de otras detonaciones más lejanas, el rancho se apuntalaba en sus pequeñas reliquias. La latita de conserva herrumbrada con su clavel reseco estaba unida a unas manos, a unos ojos. Y esas manos y esos ojos no se habían disuelto por completo; estaban allí, duraban como una emanación inextinguible del rancho, de la vida que había morado en él. El escaño viejo y lustroso, el arado inútil contra el naranjo, la botella negra con su cabo de vela y sus chorreaduras de sebo, impresionaban con un patetismo más intenso y natural que el conjunto del rancho semidestruido. Uno de los horcones quemados, al cual todavía se hallaba adherido un pedazo de viga, continuaba humeando tenuemente. La delgada columna de humo ganaba altura y luego se deshacía en azuladas y algodonosas guedejas que las ráfagas se disputaban. Era como la respiración de la madera dura que seguiría ardiendo por muchos días más. El corazón del timbó es testarudo al fuego, como es testarudo al hacha y al tiempo. Pero allí también estaba humeando y acabaría en una ceniza ligeramente rosada.
En el piso de tierra del rancho los otros tres soldados del retén se calentaban junto al raquítico fuego y luchaban contra el sueño con una charla incoherente y agujereada de bostezos y de irreprimibles cabeceos. Hacía tres noches que no dormían. El oficial que mandaba el destacamento había mantenido a sus hombres en constante acción desde el momento mismo de llegar.
Un silbido lejano que venía del monte los sobresaltó. Era el santo y seña convenido. Aferraron sus fusiles; dos de ellos apagaron el fuego rápidamente con las culatas de sus armas y el otro despertó al que dormía sobre el escaño, removiéndolo enérgicamente:
—¡Arriba…, Saldívar! Epac-pue… Oúma jhina, Teniente… Te va arrelar la cuenta, recluta kangüeaky…
El interpelado se incorporó restregándose los ojos, mientras los demás corrían a ocupar sus puestos de imaginaria bajo el helado relente.
Uno de los centinelas contestó el peculiar silbido que se repitió más cercano. Se oyeron las pisadas de los que venían. Un instante después,
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