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LA FRANJA AMARILLA


Enviado por   •  16 de Septiembre de 2013  •  14.814 Palabras (60 Páginas)  •  428 Visitas

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¿DÓNDE ESTÁ LA FRANJA AMARILLA?

Por William Ospina

Hace poco tiempo una querida amiga norteamericana me confesó su asombro por la situación de Colombia. "No entiendo -me decía-, con el país que ustedes tienen, con el talento de sus gentes, por qué se ve Colombia tan acorralada por la crisis social; por qué vive una situación de violencia creciente tan dramática, por qué hay allí tanta injusticia, tanta inequidad, tanta impunidad. ¿Cuál es la causa de todo eso?". Por un momento me dispuse a intentar una respuesta, pero fueron tantas las cosas que se agolparon en mí que ni siquiera supe cómo empezar. Sentí que aunque hablara sin interrupción la noche entera, no lograría transmitirle del todo las explicaciones que continuamente me doy a mí mismo, tratando de entender el complejo país al que pertenezco. Por otra parte, entendí que muchas de mis explicaciones no le habrían gustado a mi amiga, o la habrían puesto en conflicto con su propia versión de la realidad.

Es frecuente para nosotros oír de labios generosos la deploración de esas desdichas y el asombro ante nuestra incapacidad para resolverlas. El primer asunto es, pues, preguntarse si de verdad la sociedad colombiana vive una situación excepcionalmente trágica, si es tan distinta esta realidad de la del resto de los países, o al menos de los países del llamado tercer mundo. Mi respuesta es que sí. Colombia es hoy el país con mayor índice de criminalidad en el planeta, y la inseguridad va convirtiendo sus calles en tierra de nadie. Tiene a la mitad de su población en condiciones de extrema pobreza, y presenta al mismo tiempo en su clase dirigente unos niveles de opulencia difíciles de exagerar. Muestra uno de los cuadros de ineficiencia estatal más inquietantes del continente, al lado de buenos índices de crecimiento económico. Muestra fuertes niveles impositivos y altísimos niveles de corrupción en la administración. Muestra unas condiciones asombrosas de impunidad y de parálisis de la justicia y al mismo tiempo una elevada inversión en seguridad, así como altísimos costos para la ciudadanía en el mantenimiento del aparato militar. Muestra las más deplorables condiciones de desamparo para casi todos los ciudadanos, y sin embargo es un país donde no se escuchan quejas, donde prácticamente no existen la protesta y la movilización ciudadana: una suerte de dilatado desastre en cine mudo.

Esto último es pasmoso. La visible pasividad de la sociedad colombiana alarma a los visitantes. En las recientes huelgas que conmocionaron a Francia pudo verse cómo una sociedad que vive relativamente bien en términos económicos y protegida por un Estado responsable, sabe reaccionar en bloque ante todo lo que la lesione, no se deja pisotear en sus derechos y se resiste a que se menoscaben los privilegios que ha conquistado. Ver a los franceses marchando por las calles, armando barricadas ante un gobierno cuya legitimidad no desconocen, y haciendo temblar a las instituciones, nos confirma que Francia es el país de la Revolución, que ese país es respetable porque tiene orgullo y porque tiene dignidad, porque sabe de lo que es capaz cuando sus gobernantes olvidan que son pagados por el pueblo y que son apenas los representantes de su voluntad. Ante ese ejemplo se hace más incomprensible que una sociedad como la colombiana (donde ni siquiera los sectores fabulosamente ricos pueden sentirse satisfechos, pues el Estado que sostienen ya ni siquiera les garantiza la vida, donde nadie está protegido, donde el Estado no cumple sus más elementales deberes y donde todos los días ocurren cosas indignantes) sea tan incapaz de expresarse, de exigir, de imponer cambios, de colaborar siquiera con su presión o con su

cólera a las transformaciones que todos necesitamos. ¿Qué es lo que hace que Colombia sea un país capaz de soportar toda infamia, incapaz de reaccionar y de hacer sentir su presencia, su grandeza?

Muchos aventuran la hipótesis de que esa aparente pobreza de espíritu y esa debilidad de carácter se deben a las características biológicas y genéticas de la población: sería, pues, la expresión de una fatalidad ineluctable. Otros sostienen lo mismo con respecto a los índices de criminalidad: revelarían una incurable enfermedad, y harían de nosotros un pobre pueblo sin salvación y sin remedio. Pero la verdad es que nuestros índices de violencia y nuestra actual ineptitud política son hechos históricos susceptibles de explicación. Más aún, se diría que las explicaciones son tan evidentes e incluso tan sencillas que se requiere estupidez o malevolencia para aventurar dictámenes fatalistas. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de haber precipitado en cinco años la muerte de 50 millones de seres en condiciones de crueldad y de sevicia escandalosas, la sociedad europea revele una patología siniestra e incurable. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de que la sociedad estadounidense haya sacrificado medio millón de personas en tres años de guerra para impedir su propia Secesión y haya alentado después la Secesión de Panamá para hacerse al canal interoceánico más importante del mundo, de que haya participado en las guerras de Nicaragua, haya arrojado bombas atómicas sobre ciudades japonesas, haya invadido Vietnam, haya apoyado a los peores dictadores del Caribe y de Centroamérica, y haya bombardeado a Bagdad, eso signifique que los norteamericanos padecen de alguna monomanía agresiva irremediable. Los historiadores vendrán en nuestro auxilio para explicarnos las precisas condiciones históricas que llevaron a aquellas sociedades y a sus gobiernos a participar en esas realidades escabrosas.

Colombia vive momentos dramáticos, pero quien menos le ayuda es quien declara, por impaciencia, por desesperación o por mala fe, que esas circunstancias son definitivas, o que obedecen a causas ingobernables. Más bien yo diría que lo que vivimos es el desencadenamiento de numerosos problemas represados que nuestra sociedad nunca afrontó con valentía y con sensatez; y la historia no permite que las injusticias desaparezcan por el hecho de que no las resolvamos. Cuando una sociedad no es capaz de realizar a tiempo las reformas que el orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve a su manera, a veces con altísimos costos para todos. Y lo cierto es que Colombia ha pospuesto demasiado tiempo la reflexión sobre su destino, la definición de su proyecto nacional, la decisión sobre el lugar que quiere ocupar en el ámbito mundial; ha pospuesto demasiado tiempo las reformas que reclamaron, uno tras otro, desde los tiempos de la Independencia, los más destacados hijos de la nación. Casi todos ellos fueron sacrificados por la mezquindad y por la codicia, y hoy es larga y melancólica la lista de lúcidos y clarividentes colombianos

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