La Torre Obscura
Enviado por Flaka211710 • 12 de Marzo de 2014 • 1.984 Palabras (8 Páginas) • 366 Visitas
EL PISTOLERO
El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él. El
desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos, y se extendía bajo el
firmamento en todas direcciones en una distancia de tal vez varios parsecs. Blanco,
cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo distintivo salvo por la tenue silueta
brumosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la hierba del diablo, que
producía dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna que otra lápida señalaba el
camino, pues el borroso sendero que serpenteaba sobre la gruesa corteza alcalina
otrora había sido una pista recorrida por diligencias. Desde entonces, el mundo había
avanzado. El mundo se había vaciado.
El pistolero caminaba impasible, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura
pendía un odre de cuero casi lleno de agua, como una salchicha inflada. En el
transcurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta alcanzar el quinto
nivel. De haber llegado al séptimo o al octavo no tendría sed; habría podido observar la
deshidratación de su cuerpo con un desapegado interés clínico, enviando el agua a sus
resquicios y oscuros huecos internos sólo cuando su lógica se lo indicara.
No estaba en el séptimo ni en el octavo nivel. Estaba en el quinto. Por lo tanto,
tenía sed aunque no sintiera ningún anhelo especial de beber. De una manera vaga,
todo aquello lo complacía. Era romántico.
Por debajo del odre de agua se hallaban las pistolas, cuyo peso se adaptaba a su
mano con toda precisión. Las dos correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas
estaban tan bien engrasadas que ni siquiera aquel sol de justicia podría agrietarlas.
Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de finísima textura. Las
fundas iban sujetas a los muslos mediante cordones de cuero sin curtir, y oscilaban
pesadamente contra las caderas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las
cananas centelleaban y emitían destellos como un heliógrafo bajo el sol. El cuero crujía
levemente. Las pistolas, en cambio, no producían el menor ruido. Habían vertido
sangre. En la esterilidad del desierto sobraban los ruidos.
Su ropa era incolora como la lluvia o el polvo. Llevaba una camisa de cuello abierto,
con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano. Los
pantalones eran de tela basta y las costuras estaban desgastadas.
Superó la suave pendiente de una duna (aunque allí no había arena; el suelo del
desierto era compacto, e incluso los duros vendavales que soplaban al caer la noche
levantaban apenas una irritante polvareda, tan áspera como el polvo de fregar) y vio
los pisoteados restos de una minúscula fogata en la vertiente umbría, allí donde el sol
desaparecía primero. Aquellos pequeños signos, que reafirmaban la esencia humana
del hombre de negro, siempre le habían complacido. Sus labios se extendieron sobre los
marcados y descamados restos de la cara. Se puso en cuclillas.
Había prendido la hierba del diablo, naturalmente. Era la única cosa que podía
arder por aquellos parajes. Emitía una luz grasienta y mortecina, y se consumía
lentamente. Los moradores de los confines le habían advertido que los diablos vivían
incluso en las llamas; aquéllos, aunque utilizaban la hierba como combustible,
evitaban mirar su luz. Decían que los diablos hipnotizaban y hacían señas, y
finalmente atraían al que fijara su vista en la hoguera. Y el siguiente hombre que
fuera lo bastante incauto como para mirar el fuego tal vez viera entre las llamas el
rostro del anterior.
La hierba quemada estaba dispuesta en el ya familiar diseño ideográfico, y se
deshizo en una gris carencia de significado bajo la mano del pistolero. Entre las
cenizas no había nada más que un fragmento de tocino chamuscado, y lo ingirió con
aire pensativo. Siempre era lo mismo. El pistolero llevaba ya dos meses persiguiendo
al hombre de negro a través del desierto, a través de aquella interminable desolación
de purgatorio, monótona hasta la locura, y aún no había hallado más que los higiénicos
y estériles ideogramas de las fogatas del hombre de negro. No había encontrado
siquiera una lata, una botella o un odre de agua (el pistolero ya había dejado cuatro
tras de sí, que parecían mudas de serpiente).
Puede que las fogatas sean un mensaje cuidadosamente deletreado, pensó. Date el
piro. O bien Elfin se aproxima. O quizás incluso Coma en Joe's. No le importaba. No
comprendía los ideogramas, si de eso se trataba, y aquellas cenizas estaban tan frías
como todas las demás. Sabía que estaba más cerca, pero ignoraba por qué lo sabía.
Tampoco eso le importaba. Se puso en pie y se frotó las manos.
Ninguna otra pista; el viento, cortante como una cuchilla, habría borrado sin duda
las escasas huellas que hubieran podido quedar en la dura corteza. El pistolero no
logró siquiera encontrar los excrementos de su presa. Nada. Solamente aquellas
cenizas frías a lo largo de la antigua pista y el implacable telémetro que llevaba en la
cabeza.
Tomó asiento y se permitió un breve sorbo del odre. Escrutó el desierto y alzó la
vista hacia el sol, que se deslizaba ya por el cuadrante más remoto del cielo. Se
incorporó, sacó los guantes, que llevaba sujetos bajo el cinturón, y comenzó a arrancar
manojos de hierba del diablo para su propia hoguera y a depositarlos sobre las cenizas
que había dejado el hombre de negro. Esta ironía, como el romanticismo que hallaba
en la sed, le resultó amargamente atractiva.
No utilizó el eslabón y el pedernal hasta que lo único que quedaba del día fue el
fugitivo calor del suelo bajo sus pies y una sardónica línea naranja sobre el monocromo
horizonte occidental. Observó hacia el sur con paciencia, en dirección a las montañas,
no porque albergara la esperanza de divisar la línea de humo, fina y vertical, de una
nueva fogata, sino sencillamente porque observar formaba parte de la persecución. No
vio nada. Estaba cerca, pero sólo relativamente; no tanto como para distinguir el humo
en el crepúsculo.
Hizo saltar chispas sobre la hierba seca y desmenuzada, y se tendió contra el viento,
dejando que el ensoñador humo soplara hacia el erial. El viento, salvo por algún
...