ClubEnsayos.com - Ensayos de Calidad, Tareas y Monografias
Buscar

Libro Sub Terra


Enviado por   •  4 de Noviembre de 2012  •  42.738 Palabras (171 Páginas)  •  691 Visitas

Página 1 de 171

Sub Terra

de

Baldomero Lillo

¤ ¤ ¤ ¤

Índice

Los inválidos

Cañuela y Petaca

El Chiflón del Diablo

El grisú

Juan Fariña

El pozo

La compuerta número 12

La mano pegada

El pago

Caza mayor

El registro

La barrena

Era él solo

Los inválidos

de Baldomero Lillo

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado

alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados

de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después

de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol,

inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han

compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera

con brazos entonces vigoroso hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado

de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e

infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas

galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba

el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos

alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola

que desmenuza grana por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para

cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo

se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni

un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños

montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos arrastraban difícilmente a través del

suelo desnudo, ávido de humedad.

En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados

galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña

hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire

enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.

Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase

a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio

el breve descanso que aquella maniobra le deparaba.

Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con

lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que iba enrollando en el

gran tambor, carrete gigantesco, la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto

una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros

por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula

balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro.

Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña

recogida en el centro de tu tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió

suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de

saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante libre en un momento de sus ligaduras

se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.

Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que

antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por

cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos

de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de

otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la

gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el

látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.

Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en brioso bruto

que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para

pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía

con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo,

paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y

correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse

refugiado la vida iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas

vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus

hondas profundidades.

Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños

e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como

poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún

libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba

aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.

Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e

ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del

apóstol.

El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello

del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:

-¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace

distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña

arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento.

...

Descargar como (para miembros actualizados) txt (274 Kb)
Leer 170 páginas más »
Disponible sólo en Clubensayos.com