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Querido Hijo Estamos En Huelga


Enviado por   •  15 de Noviembre de 2013  •  14.362 Palabras (58 Páginas)  •  2.605 Visitas

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Felipe nunca ayuda en casa, es maleducado,

desobediente y, además, ha terminado el curso

con malas notas. Espera recibir una buena

bronca, pero sus padres ¡pasan de él! ¿Serán

extraterrestres? ¿Habrán sido abducidos por

ellos? Peor, se han declarado en huelga y no

son los únicos: sus amigos también han sido

abandonados a su suerte…

¡Padres al poder!

Jordi Sierra i Fabra

Querido hijo:

estamos en huelga

ePUB v1.0

Dirdam 26.07.12

Querido hijo: estamos en huelga

Jordi Sierra i Fabra, 2011

ilustraciones: Ximena Maier

Editorial: Santillana Ediciones Generales, 2012

ISBN: 978-84-204-1135-4

Editor original: Dirdam (v1.0)

ePub base v2.0

1

El primer día

En el momento de abrir los ojos, Felipe se quedó

mirando el techo.

Había una mancha de humedad desde hacía

algunas semanas. Cosas de vivir en el último piso. Lo

curioso era que la mancha de humedad tenía forma de

indio, con plumas y todo. Un inmenso penacho. La

cara, de perfil, desde luego pertenecía a un gran jefe.

Nariz grande y poderosa, de patata, labios enormes y

ojos penetrantes. Él le llamaba Águila Negra. «Águila»

por las plumas y «Negra» porque la mancha era oscura,

y en la penumbra de la habitación todavía más.

—¡Jao! —saludó a su compañero.

Águila Negra siguió tal cual.

Felipe se incorporó y miró la hora en el reloj digital

de su mesita de noche.

Las nueve y cuarenta.

¿Las nueve y cuarenta?

¡Las nueve y cuarenta!

No pudo creerlo. Era tardísimo. ¿Por qué su madre

no lo había despertado? Vale, el cole había terminado

hacía tres días, pero ella, como mucho, a las nueve ya

le ponía en pie con su batería de argumentos: que si se

le pegaban las sábanas, que si luego se acostumbraba a

dormir y en septiembre le costaría volver a coger los

hábitos escolares, que si dormía mucho perdía

demasiadas horas del día, sobre todo las de la mañana

que eran las mejores, que si se pondría fondón, que

si…

Fue hacia la ventana, subió la persiana y se asomó

al exterior.

Ah, un día precioso.

Todavía no era verano. Faltaban dos semanas para

irse de vacaciones, pero el día desde luego invitaba a

hacer de todo: salir a la calle, divertirse con los amigos,

jugar un partido… Bueno, eso si su madre le dejaba,

porque después de las notas…

Cate en mates.

Cate en lengua.

Las dos a la vez, encima.

La bronca que le habían echado sus padres tres

días antes fue de campeonato. De órdago. De vuelta a

los «que si»: que si no lo aprovechaba, que si sería un

burro, que si así no iría a ninguna parte, que si tendría

que recuperar en verano, que si con lo inteligente que

era no tenía sentido que suspendiera, que si era un

gandul y un vago, que si se distraía con el vuelo de una

mosca, que si no ponía atención, que si…

—Mira, Felipe —le había dicho su padre—,

estudiar es importante; pero leer, todavía más. Yo no

tuve tu suerte, no pude estudiar, pero leía todo lo que

pillaba, y gracias a eso soy lo que soy y estoy donde

estoy. —Mira, Felipe —le había dicho su madre—. O

cambias y te pones las pilas o un día te arrepentirás,

porque ya no habrá vuelta atrás y serás un pobre sin

cultura, que es lo peor que hay.

Bueno, faltaban tres meses para los exámenes de

septiembre. No iba a ponerse ya a estudiar y leer, nada

más acabar el cole. Necesitaba un descanso.

Desconectar.

Esa era la palabra. Los mayores la usaban mucho,

¿no? Pues él también.

A lo mejor por eso su madre no le había puesto en

pie antes, para que «desconectara».

Tenía que ducharse, lavarse los dientes y vestirse.

Cosas que le daban siempre pereza, pero más en

vacaciones. Qué manía con la ducha. Y qué manía con

lo de los dichosos dientes. Total, se le caerían con

setenta u ochenta años, como al abuelo Valerio. Si se

los lavaba por la noche, ¿para qué volver a lavárselos

por la mañana? ¡No los había usado, por lo tanto

seguían limpios!

Mientras salía de la habitación, hizo memoria.

¡Había quedado con Ángel para jugar al fútbol en el

parque!

Vale, ese sí era un buen plan.

Así que fue a buscar a su madre, que como

trabajaba de traductora en casa, no tenía un horario

riguroso ni se pasaba el día en la calle.

2

La gimnasta

Su madre estaba en la terraza de la galería

haciendo…

—Mamá, ¿qué haces?

—Pues gimnasia.

Felipe abrió los ojos.

¿Gimnasia?

Su madre tenía cuarenta años, era alta, todo el

mundo decía que muy guapa, ojos grandes, nariz

perfecta, cabello largo y negro, buena figura. Su padre

la adoraba. A veces la miraba y le soltaba a él:

—Tienes la madre más preciosa del mundo.

Se querían, claro.

Ahora su madre hacía gimnasia.

Allí, en mitad de la terraza, luciendo un ajustado top

y unos pantaloncitos, a la vista de todo el mundo,

porque había casas más altas que la suya. Se estiraba

por aquí, se estiraba por allá, brazos, piernas, hacía

flexiones, inspiraba, soltaba el aire y así una y otra vez.

Agotador.

Y además tan inútil.

Él hacía lo mismo pero jugando al fútbol, y así se

divertía.

—¿Vas a quedarte ahí mirándome como un

pasmarote? —le soltó de pronto.

Felipe reaccionó.

Solía quedarse absorto.

—¿Por qué haces gimnasia? —quiso saber.

—Para ponerme en forma, que luego te descuidas

y pasa lo que pasa.

—¿Qué es lo que pasa?

—Pues que el día menos pensado te empieza a

colgar todo.

—¿Y a ti cuándo te ha dado por eso?

—Anoche. Me dije: Sonia, es el momento de

cambiar. Y aquí estoy.

No paraba.

Hablaba y se movía. Estiraba las piernas, doblaba

el cuerpo y tocaba el suelo con las palmas de las

manos, hacía genuflexiones, giraba sobre su cintura.

A su madre le pasaba algo.

Cuarenta años. Ya era mayor. La pobre.

—¿Eso que te ha dado tiene que ver con lo de la

monopausia?

—Meno, no mono —le corrigió—. Menopausia —

luego le miró de soslayo,

...

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