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RE: VIEJO O ADOLESCENTE


Enviado por   •  2 de Noviembre de 2014  •  506 Palabras (3 Páginas)  •  252 Visitas

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VIEJO O ADOLESCENTE, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me

aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado

en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la

palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la

ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera

de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle,

palabras y sospecha de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de

puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos, amenazas

indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: "al buen entendedor pocas

palabras". En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos

infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los

demás. Lejos, también de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta qué punto nos defendemos del exterior: el ideal de la "hombría"

consiste en no "rajarse" nunca. Los que se "abren" son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo

que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse,

humillarse, "agacharse", pero no "rajarse", esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su

intimidad. El "rajado" es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los

secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Las mujeres son seres inferiores porque,

al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su sexo, en su "rajada", herida

que jamás cicatriza.

El hermetismo es un recurso de nuestro recelo y desconfianza. Muestra que instintivamente

consideramos peligroso al medio que nos rodea. Esta reacción se justifica si se piensa en lo que ha

sido nuestra historia y en el carácter de la sociedad que hemos creado. La dureza y hostilidad del

ambiente —y esa amenaza, escondida e indefinible, que siempre flota en el aire— nos obligan a

cerrarnos al exterior, como esas plantas de la meseta que acumulan sus jugos tras una cáscara

espinosa. Pero esta conducta, legítima en su origen, se ha convertido en un mecanismo que funciona

solo, automáticamente. Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no

sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados. Y además, nuestra integridad masculina

corre

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