Submarino
Enviado por dianna505 • 24 de Junio de 2013 • 2.444 Palabras (10 Páginas) • 240 Visitas
Es domingo por la mañana. Mi madre se ha conectado a Internet y oigo jazz del
malo sonando a través del módem. Estoy en el baño.
Hace poco descubrí que mi madre se dedica a teclear en el buscador de Yahoo el
nombre de enfermedades mentales aún por inventar: «síndrome de delirio adolescente»,
«problema de imaginación hiperactiva», «estabilizadores holísticos conductuales».
Si tecleas en Yahoo «síndrome de delirio adolescente», lo primero que te aparece es
una página que habla del síndrome de Cotard. El síndrome de Cotard es un tipo de autismo
en el que la persona afectada se cree que está muerta. En la página web en cuestión
aparecen jugosas citas de víctimas de la enfermedad. Pasé una temporada insertando estas
frases en los momentos de silencio que suelen producirse durante la cena o cuando mi
madre me preguntaba qué tal me había ido en el colegio.
«Mi cuerpo se ha convertido en un caparazón».
«Mis órganos internos son de piedra».
«Llevo años muerto».
Ya he dejado de decir ese tipo de cosas. Cuanto más me hacía el cadáver, menos
abierta se mostraba ella a comentar asuntos relacionados con la salud mental.
Empecé también a escribir cuestionarios para mis padres. Quería conocerlos mejor.
Y les preguntaba cosas como:
¿Qué enfermedades hereditarias tengo probabilidad de heredar?
¿Qué dinero y tierras tengo probabilidad de heredar?
Si vuestro hijo fuera adoptado, ¿a qué edad decidiríais contarle la verdad sobre sus
orígenes?
a) 4-8
b) 9-14
c) 15-18
Yo tengo casi quince.
Les echaron un vistazo a los cuestionarios, pero no los respondieron.
Desde entonces, he recurrido al análisis furtivo para descubrir los secretos de mis
padres.
Me he enterado asimismo de que mis padres llevan dos meses sin mantener
relaciones sexuales. Controlo sus momentos íntimos por medio del regulador de intensidad
de luz de su habitación. Sé cuándo lo han hecho porque a la mañana siguiente el interruptor
está todavía situado en la mitad de su recorrido.
Descubrí también que mi padre sufre episodios de depresión: en la papelera de
mimbre que hay debajo de su mesita de noche encontré un frasco vacío de antidepresivos
tricíclicos. La depresión te ataca por asaltos. Como un combate de boxeo. Mi padre está en
el rincón de la tristeza.
Si quiero determinar el inicio de un episodio de depresión de mi padre no me queda
otro remedio que recurrir a toda mi intuición. Hay dos señales. Una: lo oigo vaciar el
lavavajillas desde mi estudio, que está en la buhardilla. Dos: cuando escribe, presiona el
bolígrafo con tanta fuerza que, desde un determinado ángulo, es posible ver sus notas de
dos o tres días marcadas en la superficie del mantel de plástico que se limpia tan fácilmente
y que utilizamos para cubrir la mesa.
He ido a yoga,
hay cordero en la nevera,
Ll.
He ido a Sainsbury’s,
Ll.
Grábame lo que dan en Channel 4 a las nueve,
Lloyd.
Mi padre no ve la tele, solo graba cosas.
Existen, del mismo modo, maneras de detectar el fin de un episodio de depresión:
cuando mi padre realiza algún que otro elaborado juego de palabras o si se dedica a imitar a
un gay o a un oriental. Son buenos síntomas.
Para poder hacer planes a largo plazo, me interesa conocer desde ya mismo los
problemas mentales de mis padres.
Aún tengo pendiente de determinar la palabra que define correctamente la afección
de mi madre. Tiene suerte, porque sus problemas de salud mental se confunden con
determinados rasgos de carácter: cordialidad, encanto y placidez.
He aprendido más sobre la naturaleza humana viendo los programas matutinos de
entrevistas que dan en los canales de televisión privada entre semana que lo que ella haya
podido aprender en toda su vida. Le digo: «No estás dispuesta a afrontar el vacío existente
en tus experiencias interpersonales», pero no me escucha.
Ciertas evidencias apuntan a que el empleo de mi madre es el culpable de su estado
mental. Trabaja en el departamento de servicios generales y asuntos jurídicos del
ayuntamiento. Y tiene muchísimos compañeros. Una de las reglas de su departamento es la
de invitar a todos los colegas a pastel casero el día de tu cumpleaños.
Lo que me lleva de nuevo al botiquín del cuarto de baño.
Deslizo la puertecilla con frente de espejo; la imagen de mi cara desaparece para dar
paso a cajas blancas y negras que contienen pomadas de farmacia, pastillas en blísteres y
frascos de color marrón tapados con un pedazo de algodón. Hay Imodium, Canesten,
Piriton, Benylin, Robitussin junto con algunos tratamientos holísticos de sospechoso
aspecto: árnica, equinácea, hipérico y unas hojas secas de aloe vera.
Piensan que tengo problemas emocionales. Y creo que por eso no quieren cargarme
con el peso de los suyos. Pero lo que no entienden es que sus problemas son ya mis
problemas. Es posible que haya heredado los endebles conductos lagrimales de mi madre.
En cuanto hay un poco de viento, se le llenan los ojos de lágrimas que empiezan a
resbalarle cara abajo hasta alcanzar los lóbulos de las orejas.
He llegado a la conclusión de que la mejor manera de conseguir que mis padres se
abran a mí es dándoles la impresión de que soy una persona emocionalmente estable. Les
diré que está visitándome un terapeuta y que estoy bien en general, con la excepción de que
me siento desconectado de mis padres y que tendrían que mostrarse más generosos con sus
anécdotas.
Cerca de mi casa hay un centro médico donde ofrecen distintos tipos de terapias:
fisioterapia, psicoterapia, terapia ocupacional. Calculo qué especialista me dará menos
problemas. Mi cuerpo está en perfecto estado, de modo que me decanto por el doctor en
medicina Andrew Goddard, especialista en fisioterapia.
Me responde al teléfono un secretario. Le explico que necesito que Andrew me
reciba a primera hora porque luego tengo que ir al colegio. Me dice que puede darme para
el jueves por la mañana. Me pregunta si he estado alguna vez en el consultorio y le digo
que no. Me pregunta si sé dónde está y le digo que sí, que está al lado del parque de los
columpios.
...