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Ciencias Sociale Introduccion


Enviado por   •  10 de Mayo de 2014  •  17.276 Palabras (70 Páginas)  •  238 Visitas

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JEAN-JACQUES ROUSSEAU

(1712-1778)

Michel Soëtard1

Jean-Jacques Rousseau, que prefirió correr el riesgo de presentarse como un “hombre de paradojas” en vez de seguir siendo “hombre de prejuicios” plantea al historiador del pensamiento educativo una paradoja mayúscula: la obra que indudablemente ha ejercido mayor influencia en el desarrollo del movimiento pedagógico, la que, según la fórmula de Pestalozzi , marcó “el centro de movimiento del antiguo y del nuevo mundo en materia de educación”, se creó basándose en un total desprecio por la práctica, arrinconada de un plumazo en el Prólogo del Emilio, escarnecida cuando un padre lleno de admiración le presentaba su hijo educado según los “nuevos principios” y puesta en la picota del ridículo cuando abandonó a sus propios hijos. Rousseau distaba mucho de ser un buen preceptor, lo que no deja de ser un enigma: ¿por qué hombres como Pestalozzi, Fröbel, Makarenko, Dewey, Freinet, todos ellos hombres de práctica comprometidos en experiencias históricas, nunca pudieron apartarse del Emilio, esa obra de pura utopía, y por qué se nutrieron periódicamente de ella? ¿Es acaso a guisa de consuelo por la repetición de sus propios fracasos, o bien presentían algo en la obra del ginebrino que no cesaba de inspirarlos y cuyos efectos no parecen haberse agotado aún?

La filosofía de la educación

La consabida pregunta “¿En qué consiste la originalidad de Rousseau en materia de educación?”, suscita abundantes respuestas que hay que pasar por el tamiz de la crítica. Rousseau, iniciador de una “revolución copernicana”, habría situado al niño en el centro del proceso educativo. A ello ha contribuido en gran medida el Emilio, pero conviene recordar que, tras un largo período de indiferencia, el interés por el niño era propio de la época y hasta tendía a convertirse en una moda: moralistas, administradores y médicos utilizaban toda clase de argumentos para incitar a las madres a preocuparse por su prole, empezando por darle el pecho. Rousseau participa en el desarrollo de este “sentimiento de la infancia”. Pero también reacciona contra la complacencia inconsiderada del adulto hacia quien tendería a convertirse en el centro del mundo: aunque deba rechazarse la imagen del niño como fruto del pecado, tampoco se deben divinizar sus deseos.

La literatura sobre la educación era ya abundante en la época en que Rousseau escribe el Emilio. Son incontables los libros, partes de libros y artículos que se le consagraron. Todo el mundo opinaba sobre el tema: filósofos como Helvétius, quien en su obra Del espíritu, publicada en 1758, afirma que todo depende de la educación en el hombre y en el Estado; sabios y utopistas como el abad de Saint-Pierre, autor de unProyecto para perfeccionar la educación; hasta los poetas, que ponen en cuartetos las máximas sobre educación ... Por la misma época se publican gran cantidad de manuales para iniciar al niño desde sus primeros años en el método experimental; por ejemplo, en 1732 se inventa el “pupitre tipográfico” cuya finalidad es enseñar a leer a los niños por el medio de letras móviles que ellos mismos colocan en las correspondientes casillas. La Chalotais publica su Ensayo de educación nacional en el que indica que en este terreno se produce en el público europeo una especie de “fermentación”.

Se ha intentado desentrañar lo que Rousseau debe tanto a sus grandes antecesores como a sus brillantes contemporáneos: Montaigne, citado doce veces en el Emilio, Locke, a quien critica poniendo aún más de relieve lo que le debe, Fenelon, Condillac. En esos autores consagrados, al igual que en otros que la historia no ha reconocido, como “el sabio Fleury”, afortunado autor de un Tratado de la elección y el método de los estudios, publicado en 1686 y reeditado en 1753 y 1759, y “el sabio Rollin” y su Tratado de los estudios, es fácil encontrar muchas ideas que se anticipan a las de Rousseau. Pero me parece indiscutible que el autor del Contrato social y del Emilio es todo menos un ecléctico. En realidad, esos préstamos son refundidos en el crisol de un pensamiento que se presenta como sistemático e innovador: “No escribo sobre las ideas de los demás sino sobre las mías”, dice en el prólogo del Emilio. “No veo igual que los demás; hace tiempo que me lo reprochan”.

El rasgo genial de Rousseau, que consagra la originalidad radical de su talante intelectual, radica en haber pensado la educación como la nueva forma de un mundo que había iniciado un proceso histórico de dislocación. Mientras sus más activos contemporáneos, también tocados por la gracia educativa, se dedican a “fabricar educación”, y las grandes figuras de la inteligencia se esfuerzan en remodelar al hombre mediante la educación haciendo de él un humanista, o un buen cristiano, o un caballero, o un buen ciudadano, Rousseau deja de lado todas las técnicas y rompe todos los moldes proclamando que el niño no habrá de ser otra cosa que lo que debe ser: “vivir es el oficio que yo quiero enseñarle, al salir de mis manos no será, lo reconozco, ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote: antes que nada será hombre”.2

El gran problema radica en que el hombre del humanismo, aquel que vivía en armonía con la naturaleza y con sus semejantes, en el seno de unas instituciones cuya tutela no ponía en tela de juicio, se ha extinguido. Ahora la necesidad se libera de la naturaleza, engendrando en el hombre una pasión por poseer y un sentimiento de ambición que alimenta a su vez la carrera por el poder.

El interés prolifera desbordando los límites de la necesidad natural y contaminando rápidamente todo el tejido social. Las instituciones que tenían tradicionalmente la tarea de contenerlo se presentan ahora como los instrumentos de una vasta manipulación tendiente a asentar el poder de los más fuertes. Ese saber del cual el hombre espera, desde Platón, la salvación es un engaño: las ciencias nacieron del deseo de protegerse, las artes del afán de brillar, la filosofía de la voluntad de dominar. La requisitoria pronunciada en los dos Discursos de 1750 y 1755 echa por tierra desde la raíz toda tentativa tendiente a definir, a priori, una esencia del hombre, dado que, manifiestamente, toda definición se sitúa en el nivel de la representación social y participa en la corrupción por el interés que caracteriza a nuestra sociedades históricas.

Ciertamente, el Contrato social permite soñar con un mundo en el que los conflictos de intereses quedarían apaciguados, en el que la voluntad general sería la expresión adecuada de la voluntad de cada uno. Pero ¿qué otra cosa se puede hacer sino soñar tal cosa en un mundo condenado a la insatisfacción? ¡Ay de quien se atreva a dar a ese sueño una consistencia histórica!

Ese

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