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El Psicoanalista


Enviado por   •  6 de Mayo de 2013  •  469 Palabras (2 Páginas)  •  243 Visitas

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El año en que esperaba morir se pasó la mayor parte de su quincuagésimo tercer cumpleaños como

la mayoría de los demás días, oyendo a la gente quejarse de su madre. Madres desconsideradas, madres

crueles, madres sexualmente provocativas. Madres fallecidas que seguían vivas en la mente de sus hijos.

Madres vivas a las que sus hijos querían matar. El señor Bishop, en particular, junto con la señorita Levy y

el realmente desafortunado Roger Zimmerman, que compartía su piso del Upper West Side y al parecer su

vida cotidiana y sus vívidos sueños con una mujer de mal genio, manipuladora e hipocondríaca que parecía

empeñada en arruinar hasta el menor intento de independizarse de su hijo, dedicaron sus sesiones a echar

pestes contra las mujeres que los habían traído al mundo.

Escuchó en silencio terribles impulsos de odio asesino, para agregar sólo de vez en cuando algún

breve comentario benévolo, evitando interrumpir la cólera que fluía a borbotones del diván. Ojalá alguno de

sus pacientes inspirara hondo, se olvidara por un instante de la furia que sentía y comprendiera lo que en

realidad era furia hacia sí mismo. Sabía por experiencia y formación que, con el tiempo, tras años de hablar

con amargura en el ambiente peculiarmente distante de la consulta del analista, todos ellos, hasta el pobre,

desesperado e incapacitado Roger Zimmerman, llegarían a esa conclusión por sí solos.

Aun así, el motivo de su cumpleaños, que le recordaba de un modo muy directo su mortalidad, lo hizo

preguntarse si le quedaría tiempo suficiente para ver a alguno de ellos llegar a ese momento de aceptación

que constituye el eureka del analista. Su propio padre había muerto poco después de haber cumplido

cincuenta y tres años, con el corazón debilitado por el estrés y años de fumar sin parar, algo que le rondaba

sutil y malévolamente bajo la conciencia. Así, mientras el antipático Roger Zimmerman gimoteaba en los

últimos minutos de la última sesión del día, él estaba algo distraído y no le prestaba toda la atención que

debería. De pronto oyó el tenue triple zumbido del timbre de la sala de espera.

Era la señal establecida de que había llegado un posible paciente.

Antes de su primera sesión, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar, debía hacer dos

llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, más larga. Eso era para diferenciarlo de cualquier

vendedor, lector de contador, vecino o repartidor que pudiera llegar a su puerta.

Sin cambiar de postura, echó un vistazo a su agenda, junto al reloj que tenía en la mesita situada tras

la cabeza del paciente, fuera de la vista de éste. A las seis de la tarde no había ninguna anotación. El reloj

marcaba las seis

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