Inteligencia Emocional
Enviado por b3210 • 19 de Enero de 2014 • 30.269 Palabras (122 Páginas) • 224 Visitas
EL DESAFÍO DE ARISTÓTELES
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.
Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
Aristóteles, Ética a Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo durante casi veinte años. Aquel día acababa de doctorarme en psicología, pero la psicología de entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco —si es que sabía algo— sobre los mecanismos de la emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que el conductor de aquel autobús era el epicentro de una contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen algunas noticias recogidas en los periódicos de la última semana:
En una escuela local, un niño de nueve años, aquejado de un acceso de violencia porque unos compañeros de tercer curso le habían llamado «mocoso», vertió pintura sobre pupitres, ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de Manhattan. El incidente, que se inició con una serie de empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista subraya el aumento alarmante de estas reacciones desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los padres trataron de justificar su conducta aduciendo que «lo único que deseaban era castigar al pequeño». Cuya falta, la mayoría de las veces, había consistido en una «infracción» tan grave como ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y niñas de origen turco mientras éstas dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi, trató de disculpar su conducta aludiendo a su inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible, concluyó su declaración diciendo «Me arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias que hablan del aumento de la inseguridad y de la degradación de la vida ciudadana. Fruto de una irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye el fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos años constituyen la apretada crónica de la rabia y la desesperación galopantes que bullen en la callada soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja con la televisión como única niñera, en el sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional también es el causante del alarmante incremento de la depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja tras de sí la inquietante oleada de la violencia: escolares armados, accidentes automovilísticos que terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional, heridas de bala y estrés postraumático son expresiones que han llegado a formar parte del léxico familiar de la última década, al igual que el moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga un buen día!» a la suspicacia del «¡Hazme tener un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y —en la última década— como periodista del New York Times, he tenido la oportunidad de asistir a la evolución de nuestra comprensión científica del dominio de lo irracional. Desde esta privilegiada posición he podido constatar la existencia de dos
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