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Un extracto de la historia


Enviado por   •  29 de Julio de 2012  •  Ensayo  •  2.030 Palabras (9 Páginas)  •  379 Visitas

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Capítulo 1

Y fue.

Súbitamente. De no ser, a ser consciente de que era. Abrió los ojos, se tocó y supo que era un hombre, sin saber cómo lo sabía. Vio el Jardín y se sintió visto. Miró a todos lados esperando ver a otro como él.

Mientras miraba, el aire bajó por su garganta y el frescor del viento despertó sus sentidos. Olió. Aspiró a pleno pulmón. En su cabeza sintió el revoloteo azorado de las imágenes buscando ser nombradas. Las palabras, los verbos surgían limpios y claros en su interior a posarse sobre cuanto lo rodeaba. Nombró y vio lo que nombraba reconocerse. La brisa batió las ramas de los árboles. El pájaro cantó. Las largas hojas abrieron sus manos afiladas. ¿Dónde estaba?, se preguntó. ¿Por qué aquel cuya mirada lo observaba no se dejaba ver? ¿Quién era?

Caminó sin prisa hasta que cerró el círculo del sitio donde le había sido dado existir. El verdor, las formas y colores de la vegetación cubrían el paisaje y se hundían en su mirada causándole alegría en el pecho. Nombró las piedras, los riachuelos, los ríos, las montañas, los precipicios, las cuevas, los volcanes. Observó las pequeñas cosas para no desairarlas: la abeja, el musgo, el trébol. A ratos, la hermosura lo dejaba alelado, sin poder moverse: la mariposa, el león, la jirafa, y el golpeteo estable de su corazón acompañándolo como si existiera, aparte de su querer o saber, con un ritmo cuyo propósito no le había sido dado adivinar. Con sus manos experimentó el cálido aliento del caballo, el agua gélida, la aspereza de la arena, las escurridizas escamas de los peces, la suave melena del gato. De vez en cuando se giraba de súbito esperando sorprender al Otro cuya presencia era más leve que el viento, aunque se le parecía. El peso de su mirada, sin embargo, era inequívoco. Adán lo percibía sobre la piel igual que la luz inalterable que envolvía constante el Jardín y que alumbraba el cielo con un aliento resplandeciente.

Después que hizo cuanto estaba supuesto a hacer, el hombre se sentó en una piedra a ser feliz y contemplarlo todo. Dos animales, un gato y un perro, vinieron a echarse a sus pies. Por más que intentó enseñarles a hablar, sólo logró que lo miraran a los ojos con dulzura.

Pensó que la felicidad era larga y un poco cansada. No la podía tocar y no encontraba oficio para sus manos. Los pájaros eran muy veloces y volaban muy alto. Las nubes también. A su alrededor los animales pastaban, bebían. Él se alimentaba de los pétalos blancos que caían del cielo. No necesitaba nada y nada parecía necesitarlo. Se sintió solo.

Puso la nariz sobre la tierra y aspiró el olor de la hierba. Cerró los ojos y contempló círculos concéntricos de luz tras sus párpados. Contra su costado, la tierra húmeda aspiraba y exhalaba imitando el sonido de su respiración. Lo invadió una modorra sedosa y mullida. Se abandonó a la sensación. Más tarde recordaría el cuerpo abriéndosele, el tajo dividiéndole el ser y extrayendo la criatura íntima que hasta entonces habitara su interior. Apenas podía moverse. El cuerpo en su encarnación de crisálida actuaba sin que él pudiese hacer nada más que esperar en la semi-inconsciencia por lo que fuera que sobrevendría. Si algo tenía claro era el tamaño de su ignorancia, su mente llena de visiones y voces para las cuales no tenía ninguna explicación. Dejó de interrogarse y se abandonó al peso de su primer sueño.

Despertó recordando su inconsciencia. Se entretuvo reconociendo las facultades de su memoria, jugando a olvidar y recordar, hasta que vio a la mujer a su lado. Se quedó quieto observando su atolondramiento, el lento efecto del aire en sus pulmones, de la luz en sus ojos, la fluida manera con que se acomodaba y reconocía. Imaginó lo que estaría ocurriéndole, el lento despertar de la nada al ser.

Extendió la mano y ella acercó la suya, abierta. Sus palmas se tocaron. Midieron sus manos, brazos y piernas. Examinaron sus similitudes y diferencias. Él la llevó a recorrer el Jardín. Se sintió útil, responsable. Le mostró el jaguar, el ciempiés, el mapache, la tortuga. Rieron mucho. Retozaron, contemplaron las nubes rodar y cambiar de forma, escucharon la monótona tonada de los árboles, ensayaron palabras para describir lo innombrable. Él se sabía Adán y la sabía Eva. Ella quería saberlo todo.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntaba.

—No sé.

—¿Quién nos puede explicar de dónde venimos?

—El Otro.

—¿Dónde está el Otro?

—No sé dónde está. Sólo sé que nos ronda.

Ella decidió buscarlo. También se había sentido observada, dijo. Tendrían que subir a los sitios altos. Quizás allí lo encontrarían. ¿No sería acaso un pájaro? Tal vez, dijo él, admirando su perspicacia. Adentrándose en medio de fragantes arbustos y árboles de generosas copas llegaron sin prisa al volcán más alto. Subieron y desde la cima miraron el círculo verde del Jardín rodeado por todas partes de una espesa niebla blanquecina.

—¿Qué hay más allá? —preguntó ella.

—Nubes.

—¿Y tras las nubes?

—No sé.

—Quizás allí habite quien nos observa. ¿Has intentado salir del Jardín?

—No. Sé que no estamos supuestos a salir más allá del verdor.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

—¿Igual que sabías los nombres?

—Sí.

Ella no tardó mucho en llegar a la conclusión que la mirada que los veía no era la de un pájaro. La enorme Ave Fénix, de plumaje rojo y azul, había revoloteado sobre sus cabezas pero su mirada era leve, igual que la del resto de los animales.

—Será acaso aquel árbol —aventuró, señalando hacia el centro del Jardín—. Mira, Adán, míralo. Su copa roza las nubes como si jugara con ellas. Quizás bajo su sombra habite quien nos ve o quizás lo que sentimos sea la mirada de los árboles. Hay tantos y están por todas partes. Puede que sean iguales a nosotros, sólo que mudos e inmóviles.

—Quien nos observa se mueve —dijo Adán—. He escuchado sus pasos en el follaje.

Bajaron sin prisa del volcán, preguntándose qué hacer para encontrar al Otro.

Ella empezó a llamarlo. Él se asombró de que ella

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