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Amarga Realidad


Enviado por   •  19 de Julio de 2013  •  4.540 Palabras (19 Páginas)  •  237 Visitas

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Aquella mañana pensé que había despertado…

Eran las seis de la mañana. Había pasado una noche intranquila y tenía que apresurarme para ir a trabajar a la oficina de correos, sucursal Tacubaya, en la ciudad de México.

Como todos los días, tenía que hacer la misma rutina monótona. Siempre lo mismo: cepillarme los dientes, ducharme, asearme (la ropa era lo único que cambiaba en esa rutina diaria), desayunar algo ligero, escuchar el noticiero de Abrahám Zabludosky en la radio. Ese mismo noticiero también pasaba a esa misma hora en la televisión, aparato que desde tiempo atrás, quería tener, pero no había logrado reunir el suficiente dinero para comprarlo, aunque fuera de segunda mano. Finalmente, salir de mi departamento a la oficina que estaba relativamente cerca. Tenía tiempo de sobra, pero siempre llegaba corriendo a checar mi tarjeta faltando dos o tres minutos antes de las nueve de la mañana.

Aquella mañana era miércoles 25 de mayo, según veía en el calendario que estaba colgado en la pared. En él se veía la fotografía de un vaquero domando a un potro salvaje en un rodeo y la gente se veía borrosa, haciendo movimientos confusos. Solamente el vaquero y el potro se veían bien definidos.

Me encontraba distraído todavía en el calendario…No era posible que se me estuviera olvidando: era mi cumpleaños y cumplía 35 años. De pronto fui interrumpido de mis pensamientos cuando un caballero tocó con su puño derecho sobre el mostrador de mi ventanilla y me pidió varios sobres de entrega inmediata y estampillas suficientes para mandar un paquete de cartas que traía en el otro brazo.

--Disculpe que lo distraiga.

--No hay problema—le dije--. Mi deber es estar al tanto de mi trabajo y no estar distraído.

--Le puedo hacer una pregunta, señor…?

--Fernando, Fernando Castillo—le conteste--. Si dígame.

--Tengo varios años viniendo a este lugar a comprar estampillas y a usted siempre lo he visto trabajando. Se ve que es una persona cumplida y me he dicho: “Sam, este es el hombre que necesitas”.

--¿Para que?—interrumpí.

--Para allá voy, mi querido amigo. Yo tengo un negocio en donde quiero que usted participe.

--Pero, ¿En que puedo participar con usted?—pregunte dudoso.

--Es muy sencillo y usted, señor Fernando, puede obtener una muy buena ayuda económica con la que podría salir de la situación en que se encuentra. Claro está que con su participación, yo también quedaré en una muy buena posición.

Me quedé pensando en cómo podría saber que yo pasaba una muy mala racha económica y porque me ofrecía que participara con él. Lo único que sabía hacer era vender estampillas postales, que era lo que había hecho durante quince años, tiempo que llevaba trabajando en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Ahora ese señor me estaba ofreciendo la posibilidad de pagar mis deudas y tal vez tener algo más.

--Bueno dígame, ¿de que se trata?—Le dije decidido--¿Qué es lo que hay que hacer?

--Ese es el siguiente paso—me interrumpió—ya que ha aceptado, ¿verdad? Tengo todo dispuesto y mañana por la tarde le llegará un paquete con todas las instrucciones. Y yo estaré comunicándome con usted por teléfono todos los días.

--Pero, ni tengo televisión, ¡cómo voy a tener un teléfono!

--No se preocupe, todo esta arreglado. Le enviaré lo necesario a su domicilio: General Mendivil numero 50, colonia Daniel Garza, en esta misma zona de Tacubaya, ¿no es verdad?—sin despedirse, se dio media vuelta y se retiró.

Me quedé atónito, según estaba viendo, que el tal Sam me había investigado y creo que bastante bien.

Pasé el resto del día muy atareado y se me olvidó aquel incidente. Por la noche fui a cenar al restaurante “La Mariposa”que se encuentra en la Avenida Revolución, cerca de la oficina donde trabajo. Es pequeño, pero es buena la comida y dan una atención muy esmerada. Pero acudí a ese lugar, no por otra cosa, sino porque el menú es muy económico y las meseras no están de mal ver.

Terminado de cenar, fui a ver una película en el cinema “Carrusel”. Había pasado aproximadamente la mitad de la película “Rámbo VI”, cuando tuve que salir casi corriendo porque tal vez la cena me había caído de peso y quería tomar aire fresco, aunque no fuera puro, ya que en esta ciudad casi no existe. Caminando un rato por lugares con aparadores llamativos, viendo embobado todos sus contenidos, decidí descansar y me dirigí a mi departamento a esperar el siguiente día para seguir con la misma rutina: Trabajar.

Al día siguiente, por la noche, me proponía a salir de mi departamento cuando tocaron a mi puerta. Era un hombre con cara muy seria que vestía de negro.

--¿El señor Fernando Castillo?

--Si, ¿Qué se le ofrece?

Trabajo para Don Sam y me pidió que le entregara esto—dejó en mis manos un paquete del tamaño de una caja de zapatos—y también me pidió que le dijera que no salga de su departamento. Se dio un ligero golpe en el mentón con la mano derecha y sin decir nada más, se retiró perdiéndose en la oscuridad de la noche.

Cerré inmediatamente la puerta. El corazón me latía aceleradamente por la intriga de saber el contenido del paquete. Lo abrí con cuidado y lo primero que vi fue un teléfono celular. Nunca había visto una tan cerca. Había un instructivo para usarlo. Leí las instrucciones y no fue difícil entender el funcionamiento. Abajo de donde encontré el teléfono había un paquete más pequeño, estaba abultado y un poco pesado. La curiosidad me quemaba las manos por abrirlo, y al hacerlo, casi me voy de espaldas: era un fajo de billetes, todos de quinientos pesos. Fácil había cien mil pesos. Había un sobre lacrado que inmediatamente abrí y vi que eran las instrucciones que me había dicho don Sam que me haría llegar. Había cumplido.

Las instrucciones eran sencillas para mí. Decían que, en la oficina de correos, tenía que franquear los paquetes que llegarán a nombre de Julio Castañeda al apartado postal 151 de esa oficina y que se lo comunicara enseguida por el teléfono celular a otro celular. Estaba también el número telefónico

Me senté en la cama y me quede pensando en lo fácil que se veía todo. Pero ahí estaba y era el comienzo. De pronto el zumbido del teléfono me puso en guardia.

--¿Bueno?—conteste dudoso.

--¿Esta de acuerdo con la propuesta, señor Castillo?—pregunto una voz en el inalámbrico. Inmediatamente supuse que era don Sam.

--¡De acuerdo¡--dije emocionado y sin pensarlo.

--Muy bien Fernando—había omitido

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