Azul Ii Rojo
Enviado por wonqkita • 20 de Octubre de 2011 • 3.142 Palabras (13 Páginas) • 772 Visitas
Rojo sobre Azul o Seda Rosa
New York, años 40.
Todo el color del blanco y negro de unos ojos que observan detrás de una cortina de humo.
I
La habitación estaba cubierta por un salpullido rojo intenso sobre el azul cielo del papel de las paredes y el color sepia de los cuadros con dibujos de bailarinas. Era un dormitorio de clase alta, con sus muebles de madera maciza y telas de calidad, nada de las fibras sintéticas que acababan de salir al mercado. De esos detalles, que para otros detectives pasaban desapercibidos, el detective Newman había aprendido, en sus casi quince años de servicio, que podía obtener mucha información. Observaba las escenas de los crímenes tras la cortina de humo de su cigarrillo. Esa impresión de irrealidad, de distorsión de la imagen, le proporcionaba la distancia necesaria para poder afrontar el caso con la mayor objetividad posible. Se acercó a la cama. El desafortunado Paul Templeton estaba desnudo tendido boca abajo. Newman ladeó su sombrero para poder estudiar mejor la posición del cuerpo. Tenía las manos y los pies atados a la cama con cintas de raso rosa. Le habían ligado demasiado fuerte ya que tenía unos incipientes moratones en las muñecas y los tobillos. Se había dejado atar: se habían entretenido en sujetarlo enérgicamente y en hacer unas bonitas lazadas en cada extremidad. Contó las incisiones que había sobre el cuerpo ensangrentado. Una, dos, tres, cuatro… hasta doce. Toda la espalda y las nalgas estaban cubiertas de unas brechas de unos cuatro centímetros por las que había brotado mucha sangre. El arma debía tener un buen filo y una hoja bastante grande.
- Detective, mire.
El agente había encontrado debajo de la cama un cuchillo cebollero con una cuchilla de la medida exacta de los cortes, impregnado de sangre.
- Compruebe si falta algún cuchillo en la cocina. Cuidado con las huellas.
- Sí, señor.
El agente de policía obedeció raudo las órdenes dadas por el detective. Sacó las manos de los bolsillos de la gabardina y cogió la foto de bodas que estaba sobre la mesilla. Allí pudo observar a Paul vestido de frac, gordinflón y sonrosado, cincuenta años, contento, parecía un hombre afable, al lado de su bella y joven esposa. Rubia, melena ondulada tapándole la mitad de la cara y dejando al descubierto un ojo hipnotizador en verde y unos labios carnosos en rojo sangre. No parecía contenta ni triste, su rostro era frío como el hielo, pero atraía como un imán. Se dirigió hacia el secreter; como no encontraba la llave, sacó un pequeño ganchillo de un estuche de piel que guardaba en el bolsillo de la gabardina y lo abrió. Ojeó las cartas, las facturas, las libretas de los bancos… Desde luego las empresas de la construcción daban pingües beneficios, el difunto señor Templeton estaba forrado. Abrió la agenda y repasó la última semana. Las mayúsculas MP habían llamado poderosamente su atención ya que aparecían repetidas veces y a diferentes horas, incluso en ese mismo día a las 13'30. Dejó todo sin ordenar en el mueble, dio otro vistazo general a la habitación y salió.
Mientras bajaba las escaleras, escribió en su block de notas garabatos ilegibles para cualquier otro. Apagó lo que quedaba de su cigarro en un cenicero del hall y se fue directo al salón donde la serena viuda estaba sentada en un enorme sofá con estampado de flores rodeada de agentes. La luz de una lámpara de pie al lado del sofá alumbraba únicamente a la mujer vestida con un salto de cama azul, azul cielo. Se quitó el sombrero y se acercó hacia ella. La señora Templeton le miró fijamente, sin parpadear, no le impresionaba en absoluto el detective más reconocido de toda la comisaria sexta del distrito norte de New York. ¿Por qué había de impresionarle? Fue ella quien llamó a la policía.
- Señora Templeton, ¿puedo hacerle unas preguntas antes de ir a la comisaria?
Le mantenía la mirada. No había ni un rastro de lágrimas en su rostro, ni de dolor, ni de arrepentimiento, de nada, era un busto marmóreo.
- Por supuesto, capitán, haga lo que tenga que hacer.
- Detective, señora, soy el detective Charles Newman. ¿Fuma?
Asintió con la cabeza. Charles sacó su cajetilla de tabaco, le ofreció uno, se puso otro en la boca, encendió un fósforo y se lo acerco al pulido mármol. Sólo entonces ella bajó la mirada hacia el cigarrillo, cerró los ojos, absorbió el fuego que se comía el cigarrillo, inclinó la cabeza con su dorada melena hacia atrás y expulsó el humo lentamente. Sus dedos índice y pulgar de la mano derecha recogieron una pequeña mota de tabaco que había quedado en su lengua, está sí, húmeda.
- Supongo que mi compañero le explicó que tiene derecho a un abogado y que todo lo que diga podrá ser utilizado en su contra.
- Sí, lo sé, pero no quiero abogado.
- Tal vez deba pensarlo, es un delito muy grave.
- Pregunte lo que quiera señor Newman, no quiero abogado, soy culpable.
- Usted llamó a las dos de la madrugada a la policía para decir que había matado a su esposo; al agente que la entrevistó antes le dijo que lo había matado porque le era infiel –la señora Templeton asentía con la cabeza-. ¿Fue ese el motivo?
- Dilapidaba nuestro dinero en prostíbulos, no pude soportar su deslealtad, su falta de respeto.
- ¿Planeó usted lo que iba a hacer?
- Sí, hoy era nuestro aniversario de bodas. Le dije que no quería ir a ningún sitio, que me apetecía quedarme en casa. Preparé una cena como a él le gustaba: pastel de verduras, pavo relleno, confitura de arándanos, puré de patata y tarta de manzana. Cuando acabó de cenar, deberían ser las diez y media, estaba un poco bebido. Así que no me fue difícil convencerlo para que se tumbara boca abajo en la cama y de que se dejara atar. A él le gustaban este tipo de juegos –hizo una pausa, volvió a darle una intensa calada al cigarrillo y devolvió los ojos a los del detective-. El resto ya lo sabe.
- No, señora, no lo sé. Dígamelo usted, necesito que me lo cuente.
- Ya antes había dejado el cuchillo de cocina debajo de la cama y, una vez atado, me puse encima de el a horcajadas y empecé a acuchillarlo una vez tras otra –ni un músculo se movió en la cara de Sara Templeton al pronunciar estas palabras.
- ¿Cuántas veces?
- No lo recuerdo.
- ¿A qué hora?
- No lo sé, perdí la noción del tiempo. Acabé exhausta y no sé cuánto tarde en llamarlos.
- ¿Me puede enseñar las manos, señora?
Sara se colocó el cilindro humeante en los labios y le extendió las manos al detective Newman. Eran manos blancas como su bello rostro, a juego con toda la anatomía: uñas arregladas, largas, pintadas de un granate intenso, ni una sola estaba
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