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Cara De Luna


Enviado por   •  12 de Mayo de 2014  •  2.214 Palabras (9 Páginas)  •  368 Visitas

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Cara de luna

Jack London

La cara de Juan Claverhouse era un fiel trasunto de la luna llena; ya conocen ustedes el tipo: los pómulos muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse con los rubicundos mofletes, y la nariz ancha y corta, como una pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la circunferencia.

Quizá fuera ésta la razón del odio que sentía por él; su presencia me resultaba insoportable, y lo conceptuaba como una especie de mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante el embarazo, tuvo algún antojo, algún motivo de resentimiento con la luna; qué sé yo...

Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que él, por su parte, me había dado motivo alguno, por lo menos a los ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas; vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino que es así, que nos cae antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse.

¿Con qué derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el suyo; siempre risueño, siempre contento y siempre encontrándolo todo bien, ¡maldita sea!...

No me importaba nada la alegría de los demás; todo el mundo puede reír, hasta yo... antes de conocer a Claverhouse; pero la risa de éste, aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me ponía furioso, fuera de mí... Era una pesadilla constante, a la que no podía sustraerme, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. ¡Qué risa! Estentórea, homérica, gargantuana; despierto o dormido, su vibrante sonar me arañaba el corazón como con las púas de un peine gigantesco. La oía al despuntar el alba, a través de los campos, y sus ecos me robaban las delicias de un plácido despertar; la oía bajo el cielo clarísimo del mediodía, cuando la Naturaleza entera parecía dormir borracha de luz y de calor, y sus “¡ja! ¡ja!” se elevaban sonoros en el silencio de los valles; y la oía en medio de la noche, en que me despertaba el irritante chasquido de aquella risa diabólica, haciéndome dar vueltas en la cama y clavarme las uñas en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente.

Más de una madrugada me levanté con el único objeto de desparramar sus rebaños por las campiñas sembradas, y sólo conseguí escuchar otra vez, por la mañana, su eterna risa, mientras los congregaba de nuevo en sus rediles.

-Pobres bestezuelas -decía-. ¡No tienen culpa, al ir donde su instinto las lleva, buscando mejores pastos!...

Tenía Claverhouse un perro que atendía por Marte, un hermoso animal, mezcla de mastín y galgo, con rasgos característicos de ambas especies. Marte, más que su perro favorito, era casi un amigo para él, y siempre se les veía juntos.

Después de una paciente espera, llegó el día y la hora de poner en práctica mi maquinación. Con halagos atraje al animal, y un pedazo de carne con estricnina hizo el resto, aunque perdí mi tiempo y mi habilidad de una manera lastimosa, pues la risa de Juan siguió siendo tan frecuente como antes y su cara se parecía cada vez más a la luna llena.

Entonces prendí fuego a sus trojes y a sus graneros, y a la mañana del día siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de costumbre.

-¿Adónde va? -le pregunté cuando nos cruzamos.

-A pescar truchas -me dijo contentísimo-; me entusiasma la pesca.

¿Ha existido jamás un hombre semejante? Sus trojes y sus hórreos no estaban asegurados -lo sabía-, y el incendio había convertido en humo su fortuna; pero allá iba, lleno de regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque “le entusiasmaba la pesca”.

Si en aquel momento hubiera visto en su cara la expresión de la pena, por poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia parecía aumentar su alegría.

Lo insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa.

-¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó con lentitud, y añadió, echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De verdad, me hace usted muchísima gracia.

¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso!...

Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo.

Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos días (ni uno más de los que marca la ley) que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido durante veinte años.

Después fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos; pero ¡ca!; lo encontré sonriente, con su eterna cara de contento y... ¡más parecida que nunca a la luna llena!

Me recibió riendo a carcajadas.

-¡Ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que estaba jugando en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!..."

Y se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reír.

-Pues no veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se me agriaba por momentos.

Me miró con asombro, y luego empezó a extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa:

De nuevo empezó a reír:

-¡Ja, ja!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Que no se la ve!... Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted ya sabe que los charcos...

No lo dejé

...

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