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Enviado por   •  2 de Diciembre de 2011  •  2.222 Palabras (9 Páginas)  •  743 Visitas

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De regreso a tu casa a través de la ventanilla del microbús vez un infante que es jalado de la mano de su madre Espacio y tiempo estaban ligados y formaba una unidad inseparable. A cada espacio, a cada

uno de los puntos cardinales, y al centro en que se inmovilizaban, correspondía un "tiempo"

particular. Y este complejo de espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y

determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio,

a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros

disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había

tantos "espacios-tiempos" como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba

dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana.Posiblemente el rasgo más característico de esta concepción es el sentido impersonal del

sacrificio. Del mismo modo que su vida no les pertenecía, su muerte carecía de todo propósito

personal. Los muertos —incluso los guerreros caídos en el combate y la mujeres muertas en el

parto, compañeros de Huitzilopochtli, el dios solar— desaparecerían al cabo de algún tiempo, ya

para volver al país indiferenciado de las sombras, ya para fundirse al aire, a la tierra, al fuego, a la

substancia animadora del universo. Nuestros antepasados indígenas no creían que su muerte les

pertenecía, como jamás pensaron que su vida fuese realmente "su vida", en el sentido cristiano de la

palabra. Todo se conjugaba para determinar, desde el nacimiento, la vida y la muerte de cada

hombre: la clase social, el año, el lugar, el día, la hora. El azteca era tan poco responsable de sus

actos como de su muerte.

Espacio y tiempo estaban ligados y formaba una unidad inseparable. A cada espacio, a cada

uno de los puntos cardinales, y al centro en que se inmovilizaban, correspondía un "tiempo"

particular. Y este complejo de espacio-tiempo poseía virtudes y poderes propios, que influían y

determinaban profundamente la vida humana. Nacer un día cualquiera, era pertenecer a un espacio,

a un tiempo, a un color y a un destino. Todo estaba previamente trazado. En tanto que nosotros

disociamos espacio y tiempo, meros escenarios que atraviesan nuestras vidas, para ellos había

tantos "espacios-tiempos" como combinaciones poseía el calendario sacerdotal. Y cada uno estaba

dotado de una significación cualitativa particular, superior a la voluntad humana.

Religión y destino regían su vida, como moral y libertad presiden la nuestra. Mientras

nosotros vivimos bajo el signo de la libertad y todo —aun la fatalidad griega y la Gracia de los

teólogos— es elección y lucha, para los aztecas el problema se reducía a investigar la no siempre

clara voluntad de los dioses. De ahí la importancia de la prácticas adivinatorias. Los únicos libres

eran los dioses. Ellos podían escoger y, por lo tanto, en un sentido profundo, pecar. La religión

azteca está llena de grandes dioses pecadores —Quetzatcóatl, como ejemplo máximo—, dioses que

desfallecen y pueden abandonar a sus creyentes, del mismo modo que los cristianos reniegan a

veces de su Dios. La Conquista de México sería inexplicable sin la traición de los dioses que

reniegan de su pueblo.

El advenimiento del catolicismo modifica radicalmente esta situación. El sacrificio y la idea

de salvación, que antes eran colectivos, se vuelven personales. La libertad se humaniza, encarna en

los hombres. Para los antiguos aztecas lo esencial era asegurar la continuidad de la creación; el

sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica; el mundo, y no el individuo,

vivía gracias a la sangre y a la muerte de los hombres. Para los cristianos, el individuo es lo que

cuenta. El mundo —la historia, la sociedad— está condenado de antemano. La muerte de Cristo 15

salva a cada hombre en particular. Cada uno de nosotros es el Hombre y en cada uno están

depositadas las esperanzas y posibilidades de la especie. La redención es obra personal.

Ambas actitudes, por más opuestas que nos parezcan, poseen una nota común: la vida,

colectiva o individual, está abierta a la perspectiva de una muerte que es, a su modo, una nueva

vida. La vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte. Y ésta también es

trascendencia, más allá, puesto que consiste en una nueva vida. Para los cristianos la muerte es un

tránsito, un salto mortal entre dos vidas, la temporal y la ultraterrena; para los aztecas, la manera

más honda de participar en la continua regeneración de las fuerzas creadoras, siempre en peligro de

extinguirse si no se les provee de la sangre, alimento sagrado. En ambos sistemas vida y muerte

carecen de autonomía; son las dos caras de una misma realidad. Toda su significación proviene de

otros valores, que las rigen. Son referencias a realidades invisibles.

La muerte moderna no posee ninguna significación que la trascienda o refiera a otros

valores. En casi todos los casos es, simplemente, el fin inevitable de un proceso natural. En un

mundo de hechos, la muerte es un hecho más. Pero como es un hecho desagradable, un hecho que

pone en tela de juicio todas nuestras concepciones y el sentido mismo de nuestra vida, la filosofía

del progreso (¿el progreso hacia dónde y desde dónde?, se preguntaba Scheler) pretende

escamotearnos su presencia. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera.

Nadie cuenta con ella. Todo la suprime: las prédicas de los políticos, los anuncios de los

comerciantes, la moral pública, las costumbres, la alegría a bajo precio y la salud al alcance de todos

que nos ofrecen hospitales, farmacias y campos deportivos. Pero la muerte, ya no como tránsito,

sino como gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos. El siglo de la salud, de

la higiene, los anticonceptivos, las drogas milagrosas y los alimentos sintéticos, es también el siglo

de los campos de concentración, del Estado policíaco, de la exterminación atómica y del murder

story. Nadie piensa en la muerte, en su muerte propia, como quería Rilke, porque nadie vive una

vida personal. La matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización.

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