Colombia, Indigencia, Marcapasos, Pobreza
Enviado por papitop • 28 de Agosto de 2014 • Tesis • 3.538 Palabras (15 Páginas) • 300 Visitas
El eterno vuelo de Giselle
Publicado: 30 octubre 2010 en Cristian Valencia
Etiquetas: Colombia, Indigencia, Marcapasos, Pobreza
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Cree llamarse Giselle Campoalegre. Cree tener cuarenta y cuatro, y ser bogotana. Y cree, también, que sobrevivió a un accidente aéreo pero no sabe a cuál. Todo eso dice que cree, y está convencida de que algo ha de ser cierto. Sus compañeros de camino le dicen La siempreviva. De camino, digo yo, para nombrar esa horda de miserables que deambulan por la ciudad con la casa al hombro como cangrejos ermitaños. Mientras me cuenta El Cuento, sentados en un andén del centro de la ciudad, al menos cinco indigentes más se han arrimado a escucharla. La conocen, claro está, pero quieren oírla una vez más por el sólo placer de alucinar con la historia de nuevo, de salirse con la imaginación de su desdichado destino de legionarios del fin del mundo. Todos están tan concentrados y divertidos con las palabras de Giselle que es fácil adivinar que se sienten en cine, viendo una película de Jacky Chan, por ejemplo. Como niños en el teatro, aferrados a sus sillas, que de vez en cuando se atreven a conversar con el héroe o el villano. Porque aquella historia tiene acción, drama, dolor e injusticia, tamizado todo aquello por un cedazo tejido con fino humor negro, inclemente, que a veces raya en la perversidad. Lo más impresionante de semejante cuento es la urdimbre literaria que lleva implícita. Porque Giselle construye y reconstruye esa historia con retazos de recuerdos, o trozos de la imaginación, de tal suerte que jamás afirma nada.
— No puedo asegurarlo, porque tengo amnesia. Eso dicen los médicos —dice, y es lo único que dice con absoluta certeza.
Una escuela literaria debería usar la infalible técnica narrativa de Giselle para enseñar a nóveles narradores. Y si así fuere, supongo que alguno de los relatos sería más o menos así:
***
Los médicos me han dictaminado amnesia el día de hoy. Creo que tienen razón. Ignoro si lo que les voy a contar es producto de la imaginación, o de algunos pequeños relámpagos de memoria que insisten en construirme un pasado. Como es obvio, la mayoría de los detalles se me escapan, cosas circunstanciales que sin embargo no logran alterar el drama central de mi relato. Lo único que puedo decir es que tengo, o creo tener, recuerdos muy vívidos de un accidente aéreo del cual salí ilesa. Ahora mismo no podría decir si haber sobrevivido fue mi bendición o mi condena. A veces me sorprendo a mí misma por la cantidad de palabras que manejo y la información que tengo. Me sorprendo porque desde que me acuerdo vivo en la calle: soy una indigente más de esta ciudad fría e inclemente, que si en el pasado tuvo una vida con más comodidades, hoy en día prefiere la calle por elección. Es el único lugar que me ha recibido con amor y me ha aceptado con mis problemas, mis saltos al vacío y mis incongruencias.
Lo que contaré a continuación, lo sé porque me lo han referido personas de la calle que me vieron aparecer repentinamente en su mundo. Esa versión, aunque no tenga certeza de ella, es la más consistente de todas cuantas he tejido y por eso quiero atenerme a ella. Confieso que hoy poco me importa la veracidad de tales hechos, pero no deja de divertirme el juego de construir un pasado novelesco que, además, podría resultar cierto. Al fin de cuentas, nadie hasta el momento ha aparecido para desmentirme o reconocerme. Poco me importa ya lo que pasó porque me habitué a la calle. Tengo un compañero que me ama y con él disfrutamos andando como gitanos en esta metrópoli de sorpresas. Así que, a los que piensen que soy una oportunista, les digo que no estoy buscando retribuciones de ningún tipo. Hace tiempo dejé de vivir con la ilusión de encontrarme de frente conmigo misma; desistí porque no podía seguir viviendo el presente en busca de un pasado incierto, porque en la búsqueda de mi identidad fui maltratada como ser humano, y porque me enamoré de las únicas personas que me brindaron su apoyo.
Pepe me dijo que me encontró llorando, sentada en un andén cerca del cementerio Central. Él pasaba por allí porque estaba recogiendo rosas del piso, para luego arreglarlas un poco, envolverlas en celofán y tratar de venderlas a los enamorados en la noche. Trataré de reconstruir los diálogos que dice Pepe que tuvimos, y para ello tendré que recurrir al obligado y necesario Dice que dijo, Dice que dije, aunque suene odioso y le quite ritmo a la narración. Pueden ustedes, amables lectores, omitirlo mentalmente al final de cada acotación, si con ello se sienten más tranquilos.
— ¿Qué le pasa señorita? ¿Por qué llora? —dice que dijo Pepe cuando me vio, tratando de encontrar mi rostro con la mirada.
Dice que cuando levanté la cara para verlo mis ojos se iluminaron, cosa que creo verdadera. Porque puedo imaginar a una mujer como yo, sumida en la más rotunda tristeza y desolación, a la que una voz le pregunta qué le pasa, y cuando ella lo mira descubre que esa voz pertenece a un hombre que lleva en sus brazos, con extremo cuidado y dedicación, un cargamento de rosas rojas al borde de la muerte que piensa resucitar.
— No sé quién soy, señor. Ni por qué estoy aquí ni de dónde vengo. No sé nada, señor. Lo único que dice algo sobre mí es este papel —dice que dije, y que luego se lo extendí para que lo viera.
Lo que siguió a continuación, si fue o no fue tal cual, sin duda fue tramado por esos dioses griegos cuando se ensañaban contra uno de sus héroes. Pepe no sabía leer, y le daba igual ver o no ver el papel. Dice que se lo leí y que recuerda que pronuncié mi nombre, el nombre que llevo hoy en día: Giselle. Del apellido y los demás detalles poco recuerda, tan sólo que leí algo de una indemnización, y lo demás es producto de sus propios delirios. Para entonces Pepe estaba colgado en el bazuco pero todavía tenía vestigios de humanidad. Hacía acopio de sus últimas energías para resistirlo, creía como todos que no estaba en el fondo, que saldría de la calle, y se llenaba de mentiras con su precario trabajo. Hoy en día Pepe apenas puede respirar, la tristeza insondable de la droga lo ha convertido en un remedo de hombre, un fantasma que no sabe dónde penar porque todavía no se ha enterado de su muerte.
Aquel día me propuso hacer la ronda con él, y dice que primero arreglamos las flores y que luego caminamos hacia el norte de la ciudad para venderlas en los bares. Que nunca antes había vendido tantas como esa noche porque yo entraba con un ramillete de rosas, les mostraba a los clientes el único documento de identidad que llevaba, y les suplicaba que leyeran. Nadie lo hacía, como es obvio, porque en esta ciudad hay batallones de desposeídos que llevan papeles similares como única comprobación de su penoso
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