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Cubietas y cielo razos


Enviado por   •  14 de Octubre de 2016  •  Trabajo  •  24.577 Palabras (99 Páginas)  •  349 Visitas

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INDICE

DEVERES MORALES DEL HOMBRE………………………………………………………………………………….pág. 2

  • CAPITULO PRIMERO

De los deberes para con dios…………………………………………………………………………………… pág. 2

  • CAPITULO II
  1. Deberes para con nuestros padres………………………………………………………………...pág. 4
  2. Deberes para con la patria……………………………………………………………………………..pág. 8
  3. Deberes para con nuestros semejantes…………………………………………………………...pág. 9
  • CAPITULO III

De los deberes para con nosotros mismos………………………………………………………………....pág. 12

URBANIDAD

  • CAPITULO I

Principios generales………………………………………………………………………………………….....pág. 15

  • CAPITULOII

Del aseo

  • ARTICULO I- del aseo con nuestra persona………………………………………………..pág. 19
  • ARTICULO II-del aseo con nuestro vestido…………………………………………………pág. 22
  • ARTICULO III- del aseo con nuestra habitación…………………………………………..pág. 22
  • ARTICULOIV- del aseo para con los demás…………………………………………………pág. 23
  • CAPITULO III

Del modo de conducirnos dentro de la casa…………………………………………………………...pág. 26

  • ARTICULO I – del método considerado como buena educación…………………...pág. 26
  • ARTICULO II – del acto de acostarnos y deberes durante la noche……………….pág. 27
  • ARTICULO III – del acto de levantarnos………………………………………………………pág. 29
  • ARTICULO IV – del vestido que debemos usar dentro de la casa………………….pág. 30
  • ARTICULO V – del modo de conducirnos en nuestra familia………………………...pág. 31
  • ARTICULOVI – del modo de conducirnos con nuestros criados ………………...…pág. 33
  • ARTICULO VII – del modo de conducirnos con nuestros vecinos………………....pág. 33
  • CAPITULO IV

               Del modo de conducirnos en diferentes lugares fuera de la casa

  • ARTICULO I- del modo de conducirnos en la calle……………………………...…….....pág. 35
  • ARTICULO II – del modo de conducirnos en el templo…………………………………pág. 37
  • ARTICULO III – del modo de conducirnos en la casa de educación……………….pág. 39
  • ARTICULO IV – del modo de conducirnos cuando estamos en casa ajena……..pág. 40
  • ARTICULO V – del modo de conducirnos en los viajes………………………...……….pág. 41
  • CAPITULO V

Del modo de conducirnos en sociedad

  • ARTICULO I – de la conversación……………………………………………………………….pág. 42
  • ARTICULO II – de la visitas…………………………………………………………………...……pág. 46
  • ARTICULO III – de la mesa
  • SECCION PRIMERA- de la mesa en general……………………………………………..pág. 51
  • SECCION SEGUNDA – del modo de trinchar de servicio en la mesa……...…..pág. 55
  • ARTICULO IV – del juego……………………………………………..........……………………….
  • CAPITULO VI

Diferentes aplicaciones de urbanidad……………………………………………………………………pág. 59

  • ARTICULO I – de los deberes respectivos …………………………………………………..pág. 59
  • ARTICULO II – de la correspondencia epistolar ………………………………………….pág. 60
  • ARTICULO III – reglas diversas ………………………………………………………………….pág. 62


DEBERES MORALES DEL HOMBRE

CAPITULO PRIMERO

De los deberes para con Dios.

  1. — Basta dirigir una mirada al firmamento, o a cualquiera de las maravillas de la creación, y contemplar un instante los infinitos bienes y comodidades que nos ofrece la tierra, para concebir desde luego la sabiduría y grandeza de Dios y todo   lo que debemos a su amor, a su bondad y a su  misericordia.

  1. — En efecto, ¿Quién sino Dios ha creado el mundo y lo gobierna? ¿Quién ha establecido y conserva ese orden inalterable con que atraviesa  los  tiempos  la masa formidable y portentosa, del universo? ¿Quién vela incesantemente por nuestra felicidad y la de todos los objetos que nos son queridos en la tierra? y, por último, ¿quién sino EL puede ofrecernos y nos ofrece la dicha inmensa de la salvación eterna?
  1. — Le somos, pues, deudores de todo nuestro amor, de toda nuestra gratitud, y de la más profunda adoración y obediencia; y en todas las situaciones de la vida estamos obligados a rendirle nuestros homenajes, y dirigirle nuestros ruegos fervorosos, para que nos haga merecedores de sus beneficios en el mundo, y de   la gloria que reserva a nuestras virtudes en el Cielo.
  1. — Dios es el ser que reúne la inmensidad de la grandeza y de la perfección; y nosotros, aunque criaturas suyas, y destinadas a gozarle por toda una eternidad, somos unos seres muy humildes é imperfectos; así es que nuestras alabanzas  nada pueden añadir a sus soberanos atributos. Pero Él se complace en ellas y las recibe como un homenaje debido a la majestad de su gloria, y como prendas de adoración y amor que el corazón le ofrece en la efusión de sus más sublimes sentimientos; nada puede, por tanto, excusarnos de  dirigírselas.
  1. — Tampoco nuestros ruegos le pueden hacer más justo, porque todos sus atributos son infinitos, ni, por otra parte, le son necesarios para conocer nuestras necesidades y nuestros deseos, porque El penetra en lo más íntimo de nuestros corazones; pero esos ruegos son una expresión sincera del reconocimiento de su poder supremo y del convencimiento en que vivimos de  que Él es la fuente  de  todo bien, de todo consuelo y de toda felicidad, y con ellos movemos su  misericordia y aplacamos la severidad de su divina justicia, irritada por nuestras ofensas, porque Él es Dios de bondad y su bondad tampoco tiene  límites.
  1. — ¡Cuan propio y natural no es que el hombre se dirija a su Creador, le hable  de sus penas con la confianza de un hijo que habla al padre más tierno y amoroso.

  1. — Así al acto de acostarnos como al de levantarnos, elevaremos nuestra alma a Dios, le dirigiremos nuestras alabanzas y le daremos gracias por todos sus beneficios. Le pediremos por nuestros padres, por nuestra familia, por nuestra patria, por nuestros amigos, por nuestros enemigos, y haremos votos por la  felicidad del género humano, y especialmente por el consuelo de los afligidos y desgraciados.
  1. — No nos limitaremos entonces a esto, sino que recogiendo nuestro espíritu,   y rogando a Dios nos ilumine con las luces de la razón y de la gracia  examinaremos nuestra conciencia, y nos propondremos emplear los medios más eficaces para evitar las faltas que hayamos cometido en el decurso del  día.
  1. — Es también mi acto debido a Dios, y propio de un corazón agradecido, el manifestarle siempre nuestro reconocimiento al levantarnos de la mesa. Si nunca debemos olvidarnos de dar las gracias a la persona de quien  recibimos  un  servicio, por pequeño que sea, ¿Con cuánta más razón no deberemos darlas a la Providencia cada vez que nos dispensa el mayor de los beneficios, cual es el  medio de conservar la vida?
  1. — En los deberes para con Dios se encuentran refundidos todos los deberes sociales y todas las prescripciones de la moral; así es que el hombre verdaderamente religioso es siempre el ^modelo de todas las virtudes, el padre  más amoroso, el hijo más obediente, el esposo más fiel, el ciudadano más útil a su patria.
  1. — Y a la verdad, ¿cuál es la ley humana, cuál el principio, cuál la regla que encamine a los hombres al bien y los aparte del mal, que no tenga su origen en los Mandamientos de Dios, en esa ley de las leyes, tan sublime y completa cuanto sencilla y breve? ¿dónde hay nada más conforme con el orden que debe reinar en las naciones y en las familias, con los dictados de la justicia, con los generosos impulsos de la caridad y la beneficencia, y con todo lo que contribuye a la felicidad del hombre sobre la tierra, que los principios contenidos en la ley  evangélica?
  1. — Nosotros satisfacemos el sagrado deber de la obediencia a Dios guardando fielmente sus leyes, y las que nuestra Santa Iglesia ha dictado en el uso legítimo   de la divina delegación que ejerce; y es éste al mismo tiempo el medio más eficaz   y más directo para obrar en favor de nuestro bienestar en este mundo y de la felicidad que nos espera en el seno de la gloria  celestial.
  1. — Pero no es esto todo: los deberes de que tratamos no se circunscriben a nuestras relaciones internar con la Divinidad. El corazón humano, esencialmente comunicativo, siente una inclinación invencible a expresar sus afectos por signos.

CAPITULO II

— Deberes para con nuestros padres.

  1. — Los autores de nuestros días, los que recogieron y enjugaron nuestras primeras lágrimas, los que sobrellevaron las incomodidades  de nuestra infancia,  los que consagran todos sus desvelos a la difícil tarea de nuestra educación, son para nosotros los seres más privilegiados y venerables que existen sobre la  tierra.

  1. — En medio de las necesidades de todo género a que está sujeta la humana naturaleza, muchas pueden ser las ocasiones en que un hijo haya de prestar auxilios a sus padres, endulzar sus penas, y aun hacer sacrificios a su bienestar y   a su dicha; pero jamás podrá llegar a recompensarles todo lo que les debe, jamás podrá hacer nada que le descargue de la inmensa deuda de gratitud que para con ellos tiene contraída.
  1. — Los cuidados tutelares de un padre y de una madre, son de un orden tan elevado y tan sublime, son tan cordiales, tan desinteresados, tan constantes, que  en nada se asemejan a los demás actos de amor y benevolencia que nos ofrece el corazón del hombre, y sólo podemos verlos como una emanación de aquellos con que la Providencia cubre y protege a todos los  mortales.
  1. — En el momento mismo en que nacemos, nuestros padres nos saludan con el ósculo de bendición, nos prodigan sus caricias, protegen nuestra debilidad y  nuestra inocencia; y allí comienza esa serie de  contemplaciones, condescendencias y sacrificios que triunfan de todos los obstáculos, de todas las vicisitudes y aun de la misma ingratitud y que no termina sino con la  muerte.

  1. — Nuestros primeros años roban a nuestros padres toda su tranquilidad y los privan a cada paso de los goces y comodidades de la vida social. Durante aquel período de nuestra infancia, en que la naturaleza nos niega la capacidad  de  atender por nosotros mismos a nuestras necesidades y en que, demasiado débiles e impresionables nuestros órganos, cualquier ligero accidente puede ocasionarnos una enfermedad y aun la muerte misma, sus afectuosos y constantes cuidados suplen nuestra impotencia y nos defienden de los peligros  que  por todas  partes nos rodean.
  1. — Cuántas inquietudes, cuántas alarmas, cuantas lágrimas no les cuestan nuestras dolencias! ¡Cuánta vigilancia no tienen que oponer a nuestra   imprevisión!

¡Cuán inagotable no debe ser su paciencia para cuidar de nosotros y procurar nuestro bien, en lucha abierta siempre con la absoluta ignorancia y la voluntad caprichosa y turbulenta de los primeros años!

  1. — Apenas descubren en nosotros un destello de razón, ellos se apresuran a dar principio a nuestra educación moral e intelectual; y son ellos los que imprimen en nuestra alma las primeras ideas, las cuales nos sirven de base para todos los conocimientos ulteriores, y de norte para emprender el  espinoso camino  de  la  vida.

  1. — Su primer cuidado es hacernos conocer a Dios. ¡Qué sublime, qué  augusta, qué sagrada aparece entonces la misión de un padre y de una madre! El corazón rebosa de gratitud y de ternura, al considerar que fueron ellos los que nos hicieron formar idea de ese ser infinitamente grande, poderoso y bueno,  ante  el cual se prosterna el universo entero, y nos ensenaron a amarle, a adorarle y a pronunciar sus alabanzas.
  1. — Después que nos hacen saber que somos criaturas de ese ser imponderable, ennobleciéndonos así ante nuestros propios ojos y santificando nuestro espíritu, ellos no cesan, de proporcionarnos conocimientos útiles de todo género, con los cuales vamos haciendo el  ensayo de la vida,  y preparándonos  para concurrir al total desarrollo de nuestras facultades.
  1. — En el laudable y generoso empeño de enriquecer nuestro corazón de virtudes, y nuestro entendimiento de ideas útiles a nosotros mismos y a nuestros semejantes, ellos no omiten esfuerzo alguno por proporcionarnos  la enseñanza.  Por muy escasa que sea su fortuna, y aun sometiéndose a duras privaciones, siempre hacen los castos indispensables para presentarnos en los  establecimientos de educación, proveernos de libros y pagar a nuestros   maestros.

¡Y cuántas veces los vemos someterse gustosos a toda especie de privaciones, para impedir que se interrumpa el curso de nuestros  estudios!

  1. — Terminada nuestra educación, y formados ya nosotros a costa de tantos desvelos  y  sacrificios,  no  por  eso  nuestros  padres  nos  abandonan  a nuestras


propias fuerzas. Su sombra protectora y benéfica nos cubre toda la vida, y sus cuidados, como ya hemos dicho, no se acaban sino con la  muerte.

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