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Diversidad Funcional.


Enviado por   •  12 de Marzo de 2014  •  2.737 Palabras (11 Páginas)  •  200 Visitas

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Diversidad funcional,

integración, igualdad

y salud mental

Antoni Corominas Díaz

Consideraciones sobre el concepto de

diversidad funcional

Me enseñaron a ganarlo todo y no a perderlo todo. Y menos mal que yo

me enseñé, solo, a perderlo todo.

Antonio Porchia

La diversidad funcional puede convertirse

en el último o definitivo concepto que

desestigmatice y “normalice” la existencia de variaciones

en las funciones de las personas que las convierten en

diferentes a la media, la corrección o lo comúnmente

aceptado según el consenso establecido por cada grupo

social en cada etapa de su historia. Los términos con los

que nos referimos a estas condiciones pueden determinar

en gran medida su sentido, el significado implícito y en

definitiva la opinión y la valoración subjetiva que nos

merecen. Al fin y al cabo, la calificación moral o la

ubicación dentro de nuestro sistema de valores, y por

tanto el grado en que las aceptamos o las discriminamos.

Sin embargo, este nuevo concepto puede caer en

desgracia o en el simple olvido, como muchos de sus

predecesores, si no halla la difusión y buen uso que a

priori se merece.

Infinidad de términos han sucumbido al intento

de “limpiar” de prejuicios la definición o la referencia

a cambios en las personas que las hacen distintas al

paradigma o modelo cultural reinante. Por ejemplo,

entre los fenómenos que contribuyen a la falta de respeto

y el rechazo que aún inspira la enfermedad mental,

algunos de los términos que la psiquiatría ha utilizado

para definir las patologías han acabado incorporándose

a la sociedad, al lenguaje común, pero adquiriendo

matices semánticos degradantes, ofensivos, distintos del

significado para el que habían sido creados.

Uno de los conceptos que más atrozmente

sufrió esta mutación fue el de idiota. En su acepción

original debemos remontarnos al significado que le

aportaba su raíz etimológica griega (que hace referencia

a lo privado, a uno mismo, al individuo), incorporando

posteriormente una connotación de egoísmo o desprecio

de lo público que más adelante, en el latín tardío, pasó a

designar ya a la persona ignorante o falta de educación.

De ahí que en la nosología psiquiátrica primigenia se

refiriera a cierta debilidad mental, pero en el último

siglo prácticamente ha sido borrado de la terminología

relacionada con los trastornos mentales y hoy en día se

utiliza con una connotación insultante que va mucho

más allá del respeto con el que deberíamos de referirnos

a una persona con déficits intelectuales o retraso mental

(término también peyorativo), o quizás con discapacidad

psíquica (la última argucia que nos hemos inventado

para esquivar el estigma, que a pesar de todo conlleva

asimismo una carga denostante considerable).

Y algo parecido le ocurre desde hace un tiempo

a la “esquizofrenia”. Todavía no nos hemos inventado

un sinonimo que la substituya, pero está claro que en el

lenguaje corriente y de los medios de comunicación no se

utiliza para referirse a esta enfermedad mental sino que

se hace con un tono peyorativo o que denota actitudes

o conductas negativas, contradictorias, confusas o

peligrosas. Tampoco los más recientes intentos en este

campo (“trastorno desintegrativo” o “síndrome de

disregulación”) parecen aportar grandes avances en la

senda de la desestigmatización.

En cualquier caso, sea cual fuere el vocablo

aceptado para referirnos a una determinada condición,

siempre será vulnerable al trato inicuo que a lo largo

de su vida como término o signo lingüístico recibirá de

la sociedad, no tanto por su etimología como por los

significados de los que le vamos dotando, por la carga

semántica que entre todos le adjudicamos, pervirtiendo

su pureza o precisión definitoria original.

Evidentemente, el núcleo de un concepto como

“diversidad funcional” supone una clara indicación

a todo el conjunto de la sociedad (tanto a los sujetos

que no se consideran incluidos en la “diversidad” o

simplemente no la aceptan, como a los que se supone que

son portadores de alguna característica que les diferencia

del resto) en pro de la igualdad y de la eliminación de

prejuicios; en definitiva, en contra del establecimiento

de categorías o fronteras que segmenten el estatus de

los ciudadanos en base a la existencia de cambios o

alteraciones en sus condiciones físicas o psíquicas que

modifiquen alguna de sus funciones. Pero para ello debe

incorporar una serie de elementos clave, si no quiere

acabar en un vano intento de “corrección política”.

Algunos de esos requisitos se explican a continuación:

• Aceptación de la diferencia aun cuando ésta

suponga una merma, una enfermedad o una

alteración. Y esta aceptación debe producirse

5 Asociación para la Solidaridad Comunitaria de las personas con diversidad funcional

pág. 4

tanto en el propio afectado como en el resto

de la sociedad. Si bajo el término diversidad

funcional pretendemos esconder una negación o

un disimulo de determinadas pérdidas o déficits

en capacidades, potencialidades o funciones,

volveremos al ciclo que clásicamente ha lastrado las

posibilidades de integración: miedo o resistencia a

abordar frontalmente las diferencias (y por tanto,

mayor dificultad para tratarlas adecuadamente),

disimulo/ocultación, segregación (y al final todo

el mundo tranquilo, o con más miedo y pereza por

afrontar la diversidad).

Así, por más que la tentación inicial al hablar

de integración sea la de incorporar un enfoque

exclusivamente dimensional (“todos tenemos

alguna alteración, simplemente es una cuestión

de grado, como quien tiene más o menos fuerza

en un brazo o como si yo tengo la memoria más

ágil o menos que otro”; por tanto todos somos

iguales, ergo no hay enfermedades, no hay

condiciones patológicas), habría que revisar este

paradigma ya que puede ser extraordinariamente

tramposo. Y la principal trampa

...

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