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EL PALADIN CONTRA LA MUERTE


Enviado por   •  8 de Septiembre de 2013  •  7.551 Palabras (31 Páginas)  •  508 Visitas

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EL PALADÍN CONTRA LA MUERTE

I

En los asombrosos y sensacionales años que transcurrieron entre 1860 y 1870, en

tanto Pasteur se dedicaba a salvar la industria del vinagre, maravillando a reyes y

pueblos, mientras diagnosticaba las enfermedades de los gusanos de la seda, un

alemán miope, serio y de baja estatura, estudiaba medicina en la Universidad de

Gotinga. Se llamaba Roberto Koch. Era buen estudiante, pero soñaba con cacerías de

tigres mientras atasajaba cadáveres. Memorizaba a conciencia los nombres de cientos

de huesos y músculos, pero el lamento imaginario de las sirenas de los barcos que

partían rumbo a Oriente le hacían olvidar aquella jerga de latín y griego.

El sueño de Koch era ser explorador, o médico militar para ganar Cruces de

Hierro, o por lo menos médico naval para tener la oportunidad de visitar países

remotos; pero, después de recibirse, tuvo que hacer su internado en el poco

interesante manicomio de Hamburgo. Ocupado en atender a los locos furiosos y a los

idiotas incurables, difícilmente podrían llegar a sus oídos los ecos de las profecías de

Pasteur sobre la existencia de seres tan terribles como los microbios asesinos. Aún

seguía escuchando las sirenas de los vapores cuando al atardecer se paseaba por los

muelles con Emma Frantz, a quien le rogó se casara con él, hablándole de lo

románticos viajes que habrían de realizar alrededor del mundo. Emma respondió a

Roberto que se casaría con él, a condición de que se olvidara de todas aquellas

nececedades de una vida aventurera, y se estableciera en Alemania para ejercer su

profesión como un buen y útil ciudadano.

Koch accedió; el atractivo de cincuenta años de dicha junto a ella, logró hacer que

se esfumaran sus sueños de elefantes y países exóticos, y se decidió a practicar la

medicina, ejercicio que siempre encontró, monótono, en una serie de pueblos

prusianos.

Mientras Koch escribía recetas y atravesaba a caballo grandes lodazales, para

pasar en vela las noches a la cabecera de las parturientas campesinas prusianas,

Líster comenzaba en Escocia a salvarles la vida mediante la asepsia. Los profesores y

estudiantes de las facultades de medicina de Europa empezaban a interesarse por las

teorías de Pasteur y a discutirlas. Aquí y allá se hacían toscos experimentos, pero

Koch se hallaba tan aislado del mundo científico como Leeuwenhoek, doscientos años

antes, cuando empezó a tallar lentes en Delft, en Holanda. Parecía que su destino

sería el de consolar enfermos y la también encomiable tentativa de salvar la vida de

los moribundos, cosa que, naturalmente, no conseguía en la mayoría de los casos,

Emma, su mujer, estaba muy satisfecha con su situación, y se sentía orgullosa

cuando su marido ganaba veinte pesos en dos días de mucho trabajo.

C a z a d o r e s d e m i c r o b i o s P a u l d e K r u i f

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Pero Roberto Koch estaba inquieto; como se suele decir: iba tirando. La pasaba

de un pueblo aburrido a otro aún menos interesante, hasta que por fin llegó a

Wollstein, en la Prusia Oriental, donde Frau Koch, para festejar el vigésimoctavo

cumpleaños de su marido, le regaló un microscopio para que se distrajera.

Podemos imaginarnos a aquella buena mujer diciendo:

—Quizá con esto se distraiga Roberto de lo que llama su estúpido trabajo. Tal vez

le proporcione alguna satisfacción, ya que siempre está mirándolo todo con esa vieja

lupa que tiene.

¡Pobre mujer! Este microscopio nuevo, este juguete, llevó a su marido a

aventuras mucho más curiosas que las que hubiera podido correr en Tahití o en

Lahore; lances extraños, soñados por Pasteur, pero que hasta entonces nadie había

experimentado y que se originaron en los cadáveres de ovejas y vacas. Estos nuevos

paisajes, estas maravillosas aventuras lo asaltaron del modo más increíble en la

misma puerta de su casa, en su propia sala de consulta, que tanto le aburría y que ya

empezaba a detestar.

—Odio todo este engaño al que en resumidas cuentas se reduce el ejercicio de la

Medicina, y no porque no quiera salvar a los niños de las garras de la difteria, sino

porque, cuando las madres acuden a mí, rogándome que salve a sus hijos, ¿qué

puedo hacer yo? Tropezar, andar a tientas, darles esperanzas, cuando sé que no las

hay. ¿Cómo puedo curar la difteria, si desconozco su causa? ¿Si el doctor más sabio

de toda Alemania tampoco la conoce?

Estas eran las amargas reflexiones que Koch expresaba a su mujer, quien se

sentía molesta y desorientada, pues pensaba que lo único que a un médico joven le

incumbía era poner en práctica el caudal de conocimiento adquiridos en la Facultad.

¡Qué hombre aquel! ¡Nunca estaba satisfecho!

Pero Koch tenía razón, pues, en realidad, ¿qué es lo que sabían los médicos sobre

las misteriosas causas de las enfermedades? A pesar de su brillantez, los

experimentos de Pasteur nada probaban acerca del origen y la causa de los

padecimientos de la Humanidad. Había abierto brecha, es cierto; era un precursor que

profetizara grandes victorias sobre las enfermedades, y había perorado sobre

magníficas maneras de eliminar las epidemias de la faz de la tierra. Pero, entre tanto,

los mújiks de las desoladas estepas rusas seguían combatiendo las plagas como sus

antepasados; enganchando cuatro viudas a un arado para labrar un surco alrededor

del pueblo en la oscuridad de la noche; y los médicos no conocían otro medio de

protección más eficaz.

Tal vez Frau Koch trató de consolar a su marido diciéndole: —Pero Roberto, los

profesores y las eminencias de Berlín forzosamente tienen que saber la causa de estas

enfermedades que tú no sabes detener.

Hay que repetir, no obstante, que en 1873 los médicos más eminentes no

ofrecían mejor explicación del origen de las enfermedades que la que pudieran dar los

ignorantes rusos que enganchaban a las viudas del pueblo en los arados. Cuando

Pasteur predicó en París que no pasaría mucho tiempo sin que se descubriera que los

microbios eran los asesinos de los tuberculosos, todo el cuerpo médico de París,

capitaneado por el distinguido doctor Pidoux, se levantó contra este profeta

descabellado.

—¡Qué! —rugió Pidoux—. ¿La tuberculosis causada por un germen,

...

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