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El Baile


Enviado por   •  6 de Mayo de 2014  •  Tutorial  •  12.836 Palabras (52 Páginas)  •  331 Visitas

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Título original: Le Bal

Traducción: Gema Moral Bartolomé Ilustración de la cubierta: Christel Gerstenberg/CORBIS Copyright © Éditions Grasset & Fasquelle, 1930 Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2006 Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A. Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99 www.salamandra.info ISBN: 84-9838-023-5 Depósito legal: B-42.538-2006 1ª edición, abril de 2006 5ª edición, septiembre de 2006 Printed in Spain Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1 Capellades, Barcelona

Irène Némirovsky El baile

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1 La señora Kampf entró en la sala de estudios y cerró la puerta con tal brusquedad que la araña de cristal tintineó con un leve y puro sonido de cascabel, todos sus colgantes agitados por la corriente de aire. Pero Antoinette no dejó de leer, tan encorvada sobre el pupitre que sus cabellos tocaban las páginas. Su madre la contempló unos instantes sin hablar, antes de plantarse delante de ella con los brazos cruzados. —Podrías hacer un esfuerzo al ver a tu madre —exclamó—. ¿No crees, hija mía? ¿O tienes el trasero pegado a la silla? Qué distinción... ¿Dónde está miss Betty? En la habitación contigua, el ruido de una máquina de coser daba ritmo a una canción, un What shall I do, what shall I do when you'll be gone away cantado melancólicamente por una voz torpe y fresca. —Miss —llamó la señora Kampf—, venga aquí. —Yes, Mrs. Kampf. (Sí, Sra. Kampf) La menuda inglesa, con las mejillas encendidas, los ojos estupefactos y dulces, un moño color miel en torno a su pequeña cabeza redonda, se deslizó por la puerta entreabierta. —La he contratado —empezó severamente la señora Kampf— para vigilar e instruir a mi hija, ¿no es así? No para que se haga vestidos... ¿Es que Antoinette no sabe que debe ponerse en pie cuando entra mamá? —Oh! Ann-toinette, how can you? (¡Oh! Ann-toinette, ¿cómo pudiste?)—dijo la miss con una especie de gorjeo apagado. Antoinette se había puesto de pie y se mantenía en torpe equilibrio sobre una pierna. Era una jovencita alta y plana de catorce años, con la palidez propia de esa edad, y la cara tan descarnada que parecía, a los ojos de las personas mayores, una mancha redonda y

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clara, sin rasgos, con los párpados bajos, ojerosos, la pequeña boca cerrada... Catorce años, senos que ya pujaban bajo el estrecho vestido de colegiala, incomodando al cuerpo endeble, aún infantil; pies grandes y dos largos caños rematados en manos rojas, de dedos manchados de tinta, que un día tal vez se convertirían en los brazos más bellos del mundo; nuca frágil y cabellos cortos, sin color, secos y finos... —Comprenderás, Antoinette, que hay para desesperarse con tus modales, pobre hija mía... Siéntate. Voy a volver a entrar y me harás el favor de levantarte inmediatamente, ¿entiendes? La señora Kampf retrocedió unos pasos, salió y abrió la puerta por segunda vez. Antoinette se levantó con una lentitud desganada tan evidente que su madre apretó los labios con aire amenazador y preguntó: —¿Le molesta a la señorita? —No, mamá —dijo Antoinette en voz baja. —Entonces ¿por qué pones esa cara? Antoinette sonrió con una especie de esfuerzo laxo y penoso que deformó sus rasgos dolorosamente. A veces odiaba tanto a las personas mayores que querría matarlas, desfigurarlas, o bien gritar: «Sí, me molestas», golpeando el suelo con el pie; pero temía a sus padres desde muy niña. En otro tiempo, cuando Antoinette era más pequeña, su madre la sentaba a menudo sobre las rodillas, la apretaba contra su pecho, la acariciaba y abrazaba. Pero eso Antoinette lo había olvidado. En cambio, en lo más profundo de su ser conservaba el sonido, los estallidos de una voz irritada pasando por encima de su cabeza, «esta niña que está siempre encima de mí», «¡otra vez me has manchado el vestido con los zapatos sucios!, ¡al rincón, así aprenderás, ¿me has oído?, pequeña imbécil!». Y un día... por primera vez, un día había deseado morir. Ocurrió en una esquina, en medio de una regañina; una frase encolerizada, gritada con tal fuerza que los viandantes habían vuelto la cabeza: «¿Quieres que te dé un guantazo? ¿Sí?», y la quemazón de una bofetada. En plena calle. Tenía once años y era alta para su edad. Los viandantes, las personas mayores, eso no significaba nada. Pero en aquel

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instante unos chicos salían del colegio y se habían reído de ella al verla. «Y ahora qué, niña» ¡Oh!, aquellas risas burlonas que la habían perseguido mientras caminaba, la cabeza gacha, por la oscura calle otoñal. Las luces danzaban a través de sus lágrimas. «¿Aún no has terminado de lloriquear? ¡Oh, qué carácter! Cuando te corrijo, es por tu bien, ¿es así o no? ¡Ah!, y además, te aconsejo que no empieces otra vez a ponerme nerviosa.» Qué malas personas... Y ahora, encima, expresamente para atormentarla, para torturarla y humillarla, de la mañana a la noche se ensañaban con ella: «¿Qué manera es ésa de coger el tenedor?» (delante del criado, Dios mío), o «Enderézate; al menos que no parezcas jorobada». Tenía catorce años, era una jovencita y, en sus sueños, una mujer amada y hermosa... Los hombres la acariciaban, la admiraban, como André Sperelli acaricia a Hélène y Marie, y Julien de Suberceaux a Maud de Rouvre, en los libros... El amor... Se estremeció. Su madre terminaba: —... Y si crees que le pago a una inglesa para que tengas esos modales, estás muy equivocada, niña... —Y bajando la voz, al tiempo que apartaba un mechón que cruzaba la frente de su hija, añadió—: Siempre te olvidas de que ahora somos ricos, Antoinette... —Se volvió hacia la inglesa—: Miss, tengo muchos encargos para usted esta semana. Daré un baile el quince. —Un baile —murmuró Antoinette abriendo los ojos como platos. —Pues sí —confirmó la señora Kampf con una sonrisa—, un baile... —Miró a su hija con expresión de orgullo, luego señaló a la inglesa a hurtadillas frunciendo las cejas—. No le habrás comentado nada, supongo. —No, mamá, no —se apresuró a decir Antoinette. Conocía esa preocupación constante de su madre. Al principio —hacía dos años de eso—, cuando habían abandonado la vieja rue Favart tras el genial golpe en la Bolsa de Alfred Kampf, con la bajada del franco primero y la libra después en 1926, que los había hecho ricos, todas las mañanas a Antoinette la llamaban a la habitación de sus padres; su madre, todavía en la cama, se arreglaba las uñas; en el aseo contiguo, su padre, un judío menudo y enjuto de

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ojos ardientes, se afeitaba, se lavaba, se vestía

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