El Informante
Enviado por somo • 10 de Junio de 2013 • 2.624 Palabras (11 Páginas) • 441 Visitas
Las obras de Edgar Allan Poe.
Robert Louis Stevenson (1850-1894)
En posesión solamente de algunas obras del autor, sería aventurado emitir un juicio definitivo sobre su carácter, ya como hombre o como escritor; por eso, y aun cuando la nota biográfica de Mr. Ingram prologa debidamente el primer volumen, no creo que corresponda considerarlo aquí en detalle. Mr. Ingram ha hecho todo lo posible por limpiar el nombre de Poe de las calumnias de Rufus Griswold (caballero, por nombre siniestro, que compone una figura tan repulsiva en la historia de la literatura que muy bien pudiera haber sido acuñada por la virulenta imaginación de su víctima); pero en honor a la verdad, a ningún hombre le es dado hacer de Poe un personaje del todo atrayente. Mi corazón no alberga afecto alguno por el retrato que hace de él Mr. Ingram o por su carácter; aunque es probable que le veamos más o menos refractado a través del extraño medio de sus obras, se me antoja que tanto en los avatares de su vida como en su retrato, ahora expuestos a una luz más favorable; podemos detectar una cierta nota discordante, una tacha que no nos preocupamos de nombrar o examinar por mucho tiempo.
Las narraciones como tales se nos ofrecen publicadas en dos volúmenes; y aunque Mr. Ingram no indica si han sido impresas cronológicamente, sospecho que no nos equivocamos al considerar algunas de las narraciones que figuran al final del segundo volumen entre las últimas que el autor escribió. No hay rastro en ellas del trabajo brillante, y con frecuencia sólido, de sus momentos más afortunados. Las historias están mal concebidas y escritas con desaliño. Hay demasiadas risas; en el mejor de los casos, un tipo de risa siniestra; la risa de aquellos que, en sus propias palabras, ríen, pero no sonríen nunca más.
Parece haber perdido todo respeto por sí mismo, a su público y a su arte. Cuando en otro tiempo dibujaba imágenes horrendas, lo hacía con algún propósito creativo y con una cierta mesura y gravedad adecuadas a la situación; pero en sus últimas narraciones, cual un necrófago o un loco airado, las desparrama indiscriminadamente, rebasando toda idea que pudiéramos tener del infierno. Hay un deber hacia los vivos más importante que cualquier compasión para con los muertos; y sería criminal que el crítico que expresa su propio aborrecimiento y horror escatimase una sola palabra desagradable, a menos que, por su ausencia permita que otra víctima se embarre con la lectura del infamante Rey Peste. Quien fue capaz de escribir Rey Peste dejó de ser un ser humano. Por su bien, y movidos por una infinita piedad hacia un alma tan extraviada, nos agrada darle por muerto. Pero si Poe nos inspira compasión, no es compasión precisamente lo que sentimos al pensar en Baudelaire, capaz de sentarse a sangre fría y adecentar en un francés correcto este disparatado fárrago de horrores. Hay un grado de menosprecio que, de ser consentido, trasciende a sí mismo hasta convertirse en un estado de apasionada autocomplacencia; por eso, en bien de nuestro espíritu, será mejor no volver a pensar en Baudelaire o en Rey Peste.
Las primeras narraciones de Poe no suelen ser disparatadas, aunque puedan serlo estos lamentables ejemplos del final. El dislate es, por cierto, la última acusación de la que razonablemente podrían ser objeto. Poe tiene el auténtico instinto del narrador. Conoce los pequeños detalles que contribuyen a crear o a destruir una historia. Sabe cómo resaltar el significado de una situación y dar vida y color a aquellos pormenores aparentemente irrelevantes. Así, todo el espíritu del Tonel de amontillado pende del abigarrado disfraz de Carnaval, el sombrero y las campanillas de Fortunato. Poe dio con la clave de su historia cuando encontró el recurso de vestir grotescamente a su víctima; de tal guisa le hace recorrer con paso vacilante las catacumbas de Montressors, y el último sonido que nos llega desde el escondrijo tapiado es el tintineo de las campanillas de su sombrero. También es admirable la utilización del reloj dando las horas durante el banquete del príncipe Próspero, en La máscara de la muerte roja.
Cada vez que el reloj sonaba (el lector lo recordará), sonaba tan fuerte que la música y la danza debían por fuerza cesar hasta que parase; al acercarse la medianoche, las pausas eran naturalmente más largas; las máscaras tenían más tiempo para observarse y pensar, y no por ello sus pensamientos eran más agradables. Así, al sonar de cada hora una vibración recorría la sala; hasta que llegamos a un repentino final. Pues bien, todo esto es perfectamente legítimo; nadie debe avergonzarse de que tales recursos le asusten o le emocionen; se han respetado las reglas del juego; con verdadero instinto de narrador, ha relatado su historia como mejor le convenía y ha sacado el máximo provecho de su imaginación. Sin embargo, no siempre es ése el caso; pues, a veces, adopta una aguda voz de falsete; otras, por obra de algo semejante a un truco de magia, deriva de su historia más de lo que ha sabido invertir en ella; y mientras sobre la explanada la guarnición en pleno desfila ante nuestros ojos en carne y hueso, desde las almenas cuntinúa él aterrándonos con cañones de pacotilla y múltiples morriones de fiero aspecto que penden de palos de escoba.
En El pozo y el péndulo, por ejemplo, después de haber agotado su diabólica inventiva en la confección del péndulo y de las paredes desmoronándose al rojo vivo, descubre que no se le ocurre nada más terrible para el pozo; y el pozo había de ser el horror supremo. De este modo lleva a efecto su objetivo:
En medio de pensamientos sobre la terrible destrucción inminente, la idea del frescor del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hacia el mortal precipicio. Agucé la vista para mirar en su fondo. El resplandor del tejado incandescente iluminó los más recónditos intersticios. Pero durante un instante de frenesí, mi espíritu rehusó comprender el significado de cuanto veía. Por fin la visión forcejeó –se abrió camino hasta mi alma–, se consumió en mi razón estremecida. ¡Oh, de no haberme faltado la voz! ¡Oh, horror! ¡Oh, cualquier horror! ¡Oh, cualquier horror salvo aquél!
Y eso es todo. Del pozo sabe tanto como vosotros o como yo. Todo ello es un aparejar audaz e insolente; sin embargo, incluso con imposturas de tal naturaleza logra amedrentarnos. Encontraréis el mismo artificio en Hans Pfaal, al referirse a los misterios de la Luna; y de nuevo, aunque con una diferencia, en la abrupta conclusión de Arthur Gordon Pym. Su imaginación es un caballo complaciente; pero, como habéis visto, por tres veces lo ha cabalgado hasta reventar y ha regresado a pie y cojeando hasta su puesto. ¡Con cuánta gracia troca estas deficiencias
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