La I Latina
Enviado por lauri14s • 11 de Septiembre de 2014 • 1.521 Palabras (7 Páginas) • 172 Visitas
¡No, no era posible!, andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocerla o por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.
-¡Nada!, ¡nada! -dijo mi abuelita-. A ponerlo en la escuela...
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo poniendo en mi aquella grave dulzura de sus ojos azules: -¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas...!
¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde ésa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el largo corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar...
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia... Así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.
III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del Letrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que —41→ murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho que hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
-¡Sigue!, ¡sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro... Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas
...