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La Leyenda Del Caleuche


Enviado por   •  27 de Abril de 2015  •  1.732 Palabras (7 Páginas)  •  340 Visitas

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La Leyenda del Caleuche

El Caleuche

escrito por Carlos Ducci Claro

No era un pueblo, no podía serlo, se trataba sólo de un pequeño número de casas agrupadas a la orilla del mar, como si quisieran protegerse del clima tormentoso, de la lluvia constante, de las asechanzas que pudieran venir de la tierra o del mar.

Para los hombres que allí vivían, Chiloé, la Isla Grande, era un continente casi desconocido; Queilén y Chonchi quedaban lejos, sólo se navegaba a ellos de tarde en tarde para vender el producto de la pesca; Castro aparecía como una ciudad remota; la esperanza de algunos jóvenes era llegar hasta ella y ahí quedarse o partir para rumbos más distantes, pero esto aparecía como un sueño, como una quimérica ilusión.

Había cultivos en los campos más allá de las casas, sobre todo papas, avena y hortalizas. Algunos vacunos y bastantes ovejas se veían en rústicos corrales, pero principalmente la actividad de todos, el ritmo de la vida, estaba determinada por el mar.

Las mujeres hilaban ellas mismas la lana y tejían frazadas y ponchos, mantas y choapinos. De tiempo en tiempo las piezas que no eran necesarias para el uso del poblado eran vendidas en Chonchi o a las lanchas que pasaban a comprar la pesca. Esto era fácil, pues se trataba de tejidos primorosos bellamente realizados.

Pero éste era un trabajo de las horas libres. En cambio, casi diariamente, sobre todo con la marea baja, las mujeres salían con los niños a recoger mariscos en la Costa.

Provistos, mujeres y niños, de un canasto circular de mimbre, caminaban a lo largo de las playas y los roqueríos buscando cholgas, almejas, choritos, erizos y también jaibas. Desgraciadamente no había ostras como en otras partes de la isla. Con los canastos llenos volvían horas después caminando lentamente hacia las casas.

En La pieza grande de la casa de don Pedro se habían reunido casi todos los hombres del caserío. Había de todas edades, dos muy jóvenes y uno muy viejo, conversaban lentamente y de vez en cuando bebían un vaso de chicha de manzana. Aunque el mar no estaba muy próximo, podía oírse, como una música de fondo, el ruido constante y acompasado del oleaje.

El tema de su charla era la próxima faena. Saldrían a pescar de anochecida y sería una tarea larga y de riesgo; pensaban llegar lejos, quizás hasta la isla Chulin, en busca de jurel, róbalo y corvina. No todos participarían en la pesca, otros saldrían por la costa buscando mariscos. Lo importante era tener un acopio suficiente cuando en dos o tres días más, como esperaban, la lancha que venía del norte pasara a buscar sus productos.

Deseaban salir porque la pesca sería buena. Durante la noche anterior estaban seguros de haber visto a La bella Pincoya que, saliendo de las aguas con su maravilloso traje de algas, había bailado frenéticamente en la playa mirando hacía el mar. A la mañana siguiente se habían encontrado mariscos dejados por ella en La arena. Todo esto presagiaba una pesca abundante y los hombres estaban contentos.

No todos saldrían porque, como siempre, don Segundo, el hombre mayor, se quedaría en tierra. Iría a buscar leña. Le gustaba entrar en el bosque para cortar los árboles, pues no le temía al pequeño y horrible trauco, este ser chico y desagradable que iba siempre armado de un toki, tenía una enorme fuerza y podía torcer a un hombre a la distancia con solo mirarlo. En todo caso no se acercaría a las plantas de murta que atraían al trauco. Prefería ir él, porque si hubiera ido una mujer o una muchacha algo habría podido suceder; para ellas el trauco era irresistible.

No sólo eso, arreglaría o remendaría, con tesón y paciencia, los barcos dañados o las redes destruidas, ayudaría a las mujeres en los trabajos del campo o a cuidar los animales, pero no navegaría en el mar.

Uno de los jóvenes le preguntó: "Usted, don Segundo, ¿por qué no se embarca? Usted conoce más que cualquiera las variaciones del tiempo, el ritmo de las mareas, los cambios del viento, y sin embargo, permanece siempre en tierra sin adentrarse en el mar". Se hizo un silencio, todos miraron al joven, extrañados de su insolencia, y el mismo joven, abismado de su osadía, inclinó silencioso la cabeza sin explicarse por qué se había atrevido a preguntar.

Don Segundo, sin embargo, parecía perdido en un ensueño y contestó casi automáticamente: "Porque yo he visto el Caleuche."

Dicho esto pareció salir de su ensueño y, ante La mirada interrogante de todos, exclamó: "Algún día les contaré".

Meses después estaban todos reunidos en la misma pieza. Era de noche, y nadie había podido salir a pescar; llovía en forma feroz, como si toda el agua del mundo cayera sobre aquella casa. El viento huracanado parecía querer arrancar las tejuelas del techo y las paredes, y el mar no era un ruido lejano y armonioso sino un bramido sordo y amenazador.

El fogón encendido daba calor a los hombres, pero no hacía olvidar el ruido de la lluvia y el silbar de la tormenta, no conseguía disipar esa sensación

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