La Libertad
Enviado por juanmanuel218 • 11 de Agosto de 2013 • 5.837 Palabras (24 Páginas) • 257 Visitas
TEMA: SOBRE LA LIBERTAD
JHON STUART MILL
Tomado de John Stuart Mill. Sobre la libertad, Alianza Editorial No. 273 Madrid, 1970, 207 p. Con omisiones
El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser nueva esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que éstos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ello, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones
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