La Reina Del Sur
Enviado por hkgs • 20 de Mayo de 2014 • 577 Palabras (3 Páginas) • 253 Visitas
LA REINA DEL SUR
Sonó el teléfono y supo que la iban a matar. Lo supo con tanta certeza que se quedo inmóvil, la cuchilla en alto, el cabello pegado en la cara entre el vapor del agua caliente que goteaba en los azulejos. Bip-bip. Se quedo muy quieta, conteniendo el aliento como si la inmovilidad o el silencio pudieran cambiar el curso de lo que ya había ocurrido. Bip-bip. Estaba en la bañera, depilándose la pierna derecha, el agua jabonosa por l cintura, y su piel desnuda se erizo igual que si acabara de reventar el grifo del agua fría. Bip-bip. En el estéreo del dormitorio, los Tigres del Norte cantaban historias de Camelia la Tejana. La traición y el contrabando, decían, fueran presagios, y de pronto eran realidad oscura y amenaza. El Güero se había burlado de eso; pero aquel sonido le daba la razón a ella y se la quitaba al Güero. Le quitaba l razón y varias cosas más. Bip-bip. Soltó la rasuradora, salió despacio de la bañera, y fue dejando rastros de agua hasta el dormitorio. El teléfono estaba sobre la colcha, pequeño, negro y siniestro. Lo miro sin tocarlo. Bip-bip. Aterrada. Bip-bip. Su zumbido iba mezclándose con las palabras de la canción, como si formase parte de ella. Porque los contrabandistas, seguían siendo los Tigres, esos no perdonan nada. El Güero había usado las mismas palabras, riendo como solía hacerlo, mientras le acariciaba la nuca y le tiraba el teléfono encima de la falda. Si alguna vez suena, es que me habré muerto. Entonces, corre. Cuando puedas, prietita. Corre y no pares, porque ya no estaré allí para ayudarte. Y si llegas viva a donde sea, échate un tequila en mi memoria, por los buenos ratos, mi chula. Por los buenos ratos.
Capitulo 1: ME CAI DE LA NUBE EN LA QUE ANDABA
Siempre creí que los narcocorridos mejicanos eran solo canciones, y que El conde de Montecristo era solo una novela. Se lo comente a Tersa Mendoza el ultimo día, cuando accedió a recibirme rodeada de guardaespaldas y policías en la casa donde se alojaba en la colonia Chapultepec, Culiacán, estado de Sinaloa. Mencione a Edmundo Dantés, preguntándole si había leído el libro, y ella me dirigió una mirada silenciosa, tan larga que temí que nuestra conversación acabara allí. Luego se volvió hacia la lluvia que golpeaba en los cristales, y no sé si fue una sombra de la luz gris de afuera o una sonrisa absorta lo que dibujo en su boca un trazo extraño y cruel.
-No leo libros –dijo.
Supe que mentía, como sin duda había hecho infinidad de veces en los últimos doce años. Pero no quise parecer inoportuno, de modo que cambie de tema. Su largo camino de ida y vuelta contenía episodios que me interesaban mucho más que las lecturas de la mujer que al fin tenía frente a mí, tras haber seguido sus huellas por tres continentes durante los últimos ocho meses. Decir que estaba decepcionado seria inexacto. La realidad suele quedar por debajo de las leyendas;
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