Labio Retorcido
Enviado por miriamramirez102 • 9 de Abril de 2014 • 9.060 Palabras (37 Páginas) • 274 Visitas
La aventura del hombre del labio retorcido
Arthur Conan Doyle
Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de una
típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me parece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.
Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno
da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto.
––¡Un paciente! ––dijo––. Vas a tener que salir.
Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso.
Oímos la puerta que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vestida de oscuro y con un velo negro entró en la habitación.
––Perdonen ustedes que venga tan tarde ––empezó a decir; y en ese mismo momento, perdiendo
de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro––. ¡Ay, tengo un problema tan grande! ––sollozó––.
¡Necesito tanto que alguien me ayude!
––¡Pero si es Kate Whitney! ––dijo mi esposa, alzándole el velo––. ¡Qué susto me has dado,
Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.
––No sabía qué hacer, así que me vine derecho a verte. Siempre pasaba lo mismo. La gente que
tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro. ––Has sido muy
amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo
todo. ¿0 prefieres que mande a James a la cama?
––Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!
No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi
esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella?
Por lo visto, sí que era posible. Sabía de muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el
ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta
entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y
tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho
horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria de los muelles, aspirando el veneno o
durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar en «El Lingote de Oro», en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido de entre los rufianes que le rodeaban?
Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo
acompañarla hasta allí? Sin embargo, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era
el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía
apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa
en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado.
Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, y
viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me parecía
una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en realidad.
Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper
Swandam Lane es una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden
en la orilla norte del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de ropa usada y un
establecimiento de ginebra encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una
empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené
al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante
de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta,
encontré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa
y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el
castillo de proa de un barco de emigrantes.
A través de la penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en
posturas extrañas y fantásticas, con los hombros encorvados, las rodillas dobladas, las cabezas
echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin
brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras brillaban circulitos de luz,
encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las
pipas metálicas. La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí
mismos, y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en
ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando
sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En el extremo más
apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas,
en el que se sentaba un anciano alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños y los
codos en las rodillas, mirando fijamente el fuego.
Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción
...