María Angélica Solar - Alberto y Lucia.

María Angélica Solar

Alberto y Lucia

Imaginen que van por el camino de tierra, ese que bordea la caletera del acceso sur. Al final de ese camino hay un portón de madera y justo detrás de ella se asoma el prado. Extenso y liso, se puede ver como solo en el centro vive un largo y flacucho álamo llamado Alberto. No sé cuántos años tiene Alberto pero su tronco largo y firme, con la brisa del viento se mueve con la agilidad de un Populus joven.

Desde su cima, Alberto puede ver todo el perímetro de la pradera y más allá. Ve como los caminos que se alejan y se cruzan entre ellos, como el rio se abre camino hacia el entre canales y como los pájaros lo sobrevuelan pero nunca se posan en sus ramas. Como podrán ver, Alberto no es como esos álamos. Esos que has visto uno al lado del otro bordeando caminos o lagunas, formando hermosas alamedas. Alberto, en cambio, estaba alejado de todos. Hasta los pastizales a sus raíces estaban muy lejos como para poder escucharlos. Pero Alberto no se sentía solo, tenía a Lucia, su Luci.

Dependiendo de la época del año, Alberto y Lucia se acompañaban. Religiosamente y todas las primaveras, Lucia volvía a las ramas de Alberto. Lo cubría con muchísimas hojas verdes, que le daban sombra y consuelo. Solían quedarse hablando de alba a atardecer, soñar despiertos y acariciarse mientras el viento los incitaba a bailar. El Verano los hacia aumentar su sed, nutrirse entre ambos y conocerse hasta, literalmente, las fibras.

Pero cada buena temporada, cada exceso de luz y sol, trae consigo una cuota de locura y desnutrición. Cada otoño, se les ve intentar congeniar como antes, pero se desconocen a tal punto que parece que sus colores cambiaran. Del verde nutrido al amarillo, rojo y café. Tanta intensidad se suaviza con el frio, el cual los vuelve distantes y poco a poco los desconectan agotados. Una a una las hojas caen, como cada año en invierno Alberto y Lucia se separan.

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