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Memoria De Geisha


Enviado por   •  29 de Abril de 2015  •  1.570 Palabras (7 Páginas)  •  283 Visitas

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Arthur Goldenr

Memorias de una Geisha

Nota del traductor

Cuando tenía catorce años, mi padre me llevó una noche, en Kioto, a un espectáculo de danza. Era la primavera de 1936. Sólo me acuerdo de dos cosas. La primera es que él y yo éramos los únicos occidentales del público; hacía tan sólo unas semanas que habíamos dejado nuestro hogar en Holanda y todavía no me había acostumbrado al aislamiento cultural, por eso lo recuerdo tan vividamente. La segunda es lo contento que me sentí, tras meses de estudio intensivo del japonés, al darme cuenta de que entendía fragmentos de las conversaciones que oía a mi alrededor. De las jóvenes japonesas que bailaron ante mí en el estrado no recuerdo nada, salvo una vaga imagen de kimonos de brillantes colores. Por entonces no podía saber que casi cincuenta años después, en un lugar tan lejano como Nueva York, una de ellas se convertiría en una buena amiga mía y me dictaría sus memorias.

Como historiador que soy, siempre he considerado que las memorias constituyen un material de primera mano, que no sólo nos proporciona datos de la persona en cuestión, sino también del mundo en el que ha vivido. Difieren de la biografía en que el autor de las memorias nunca tiene el grado de perspectiva que, de por sí, suele poseer el biógrafo. La autobiografía, si es que tal cosa existe, es algo así como preguntarle a un conejo qué aspecto tiene cuando salta por el prado. ¿Cómo va a saberlo? Pero, por otro lado, si queremos saber algo del prado, nadie está en mejor posición que el conejo para decírnoslo, siempre que tengamos en cuenta que nos perderemos todas aquellas cosas que el conejo no haya observado debido a su posición en un momento dado.

Digo todo esto con la certeza del investigador cuya carrera está basada en esta suerte de distinciones. He de confesar, sin embargo, que las memorias de mi querida amiga Nitta Sayuri me obligaron a replantearme algunas de mis opiniones al respecto. Sí, ella nos muestra el mundo secreto en el que vivió; como si dijéramos, nos da la visión del prado desde el punto de vista del conejo. Posiblemente no haya una descripción mejor de la extraña vida de las geishas que la que aquí nos ofrece Sayuri. Pero además nos deja una manifestación de sí misma que es mucho más completa, más precisa y más emocionante que el largo capítulo que se le dedica a su vida en el libro Deslumbrantes joyas del Japón, o en los varios artículos sobre ella que han ido apareciendo a lo largo de los años en revistas y periódicos. Se diría que, al menos en el caso de este insólito tema, nadie conocía mejor a la autora de las memorias que ella misma.

Que Sayuri llegara a ser famosa fue en gran medida una casualidad. Otras mujeres llevaron vidas similares a la suya. Puede que la renombrada Kato Yuki —una geisha que cautivó a George Morgan, el sobrino de J. Pierpont, y se convirtió en su desposada en el exilio durante la primera década de este siglo— tuviera una vida aún más insólita en muchos aspectos que Sayuri. Pero sólo Sayuri ha documentado de una forma tan completa su propia saga. Durante mucho tiempo creí que su decisión de hacerlo así había sido fruto del azar. Si se hubiera quedado en Japón, habría estado demasiado ocupada para que se le ocurriera la idea de compilar sus memorias. Sin embargo, diversas circunstancias le llevaron a emigrar a los Estados Unidos en 1956. Durante los cuarenta años siguientes y hasta su muerte, vivió en un apartamento decorado en estilo japonés en el piso treinta y dos de las Torres Waldorf de Manhattan. Pero también allí su vida siguió teniendo la intensidad que la había caracterizado hasta entonces. Por su apartamento neoyorquino pasaron artistas, intelectuales y empresarios japoneses, e incluso algún ministro y un gángster o dos. Yo no la conocí hasta 1985. Me la presentó un conocido común. Como profesor de japonés me había topado aquí y allá con el nombre de Sayuri, pero apenas sabía nada de ella. Nuestra amistad creció y empezó a confiar más y más en mí. Un día le pregunté si daría permiso para que se contara su historia.

—Pues podría darlo, tal vez, si fueras tú, Jakob-san, quien la pusiera por escrito.

Así que nos pusimos manos a la obra. Sayuri tenía claro que prefería dictar sus memorias a escribirlas ella misma, porque, como me explicó, estaba tan acostumbrada a hablar cara a cara que no sabría qué hacer si no hubiera nadie escuchándola en la habitación. Yo acepté, y el manuscrito me fue dictado en el transcurso de dieciocho meses. Hasta que no empecé a preocuparme por cómo

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