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UTOPIA DE LA ESPERANZA.


Enviado por   •  6 de Junio de 2016  •  Apuntes  •  2.667 Palabras (11 Páginas)  •  354 Visitas

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PARA REFLEXIONAR Y REPENSAR

Pedagogía de la indignación de Paulo Freire, año 2012

Canción obvia, página 10

Elegí la sombra de este árbol para descansar de lo mucho que hare mientras te espero, quién espera en la pura espera, vive un tiempo de espera vana. Por eso, mientras te espero, trabajare los campos y conversare con los hombres. Mi cuerpo sudará, quemado por el sol, mis manos se llenaran de callos, mis pies aprenderán el misterio de los caminos; mis oídos oirán más. Mis ojos verán lo que antes no vieron, mientras te espero. No te esperaré en la pura espera, porque mi tiempo de espera es un tiempo de quehacer. Desconfiare de aquellos que vendrán a decirme, en voz baja y cautelosa; es peligroso hacer, es peligroso hablar, es peligroso caminar, es peligroso esperar como tú esperas, porque esos espantan la alegría de tu llegada. Desconfiare también de aquellos que vendrán a decirme, con palabras fáciles, que ya has llegado, porque al anunciarte ingenuamente, más bien te denuncian. Estaré preparando tu llegada como el jardinero prepara el jardín para la rosa que se abrirá en primavera.

Primera Carta. Del espíritu de este libro, pagina 42-43

Mientras escribo, me viene a la memoria el ejemplo de esas exageraciones con el uso y en la comprensión de la libertad. Yo tenía doce años y vivía en Jaboatao. Un matrimonio amigo de mi familia vino a visitarnos con su hijo, que tendría seis o siete años. El niño se subía a las sillas, lanzaba los almohadones a diestra y siniestra como si estuviera en guerra contra unos enemigos invisibles. El silencio de los padres daba cuenta de que aceptaban todo lo que el hijo hacía. De pronto hubo un poco de paz en la sala. El niño despareció en el patio y enseguida volvió empuñando en la mano un pollito al borde de la asfixia. Entró en la sala ostentando, envanecido, el objetó de su victoria. Tímida, la madre intentó una defensa del pollito, mientras el padre se refugiaba en un mutismo significativo. “si siguen hablando-dijo el niño con firmeza, dueño absoluto de la situación-mató al pollo”. El silencio que nos envolvió a todos salvó al pollito.

Tercera carta: Del asesinato de Galindo Jesús dos Santos, página 81

Cinco adolescentes mataron hoy, bárbaramente a un indio pataxó que dormía apaciblemente en una estación del ómnibus en Brasilia. Dijeron a la policía que estaban divirtiéndose. Que cosa extraña. Se divertían matando, prendieron fuego al cuerpo del indio como quién quema una cosa inútil, un trapo que ya no sirve. Para su crueldad y su gusto por la muerte, el indio no era un tú o un él. Era eso, esa cosa que está allí. Una especie de sombra inferior en el mundo. Inferior e incómoda, incómoda y ofensiva.

Alfabetización y miseria, paginas 97-98

Hace poco, una mañana como sólo los trópicos conocen, entre lluviosa y soleada, en Olinda, región del nordeste brasileño, tuve una conversación, diría que ejemplar, con un joven educador popular que, a cada instante, a cada reflexión, revelaba la coherencia con la que vive su vocación democrática y popular. Danilson Pinto y yo caminábamos con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las calles de una favela donde pronto se aprende que sólo a la fuerza de mucha obstinación se consigue tejer la vida con su casi ausencia o su negación. Con privaciones, con amenazas, con ofensas, con desesperación y con dolor…..Nos detuvimos en medio de un puentecito angosto que conduce a una parte menos maltratada del barrio popular. Mirábamos desde arriba un brazo del río contaminado, sin vida, cuyo barro y no el agua empapa las casas precarias casi sumergidas en él. “Más allá de las casas, precarias-me dice Danilson-hay algo peor: un gran terreno donde se arroja la basura pública. Los que habitan esta área “revuelven la basura” buscando algo para comer o vestir, o que los mantenga vivos”. Hace dos años una familia retiró de esa horrible explanada, en la parte donde había residuos hospitalarios, pedazos de seno amputados, y preparó con ellos su almuerzo dominguero.

La alfabetización en televisión, páginas 134, 135, 136

Una tarde en los años setenta, en mi época de exiliado en Ginebra, recibí en mi oficina del Consejo Mundial de Iglesias a un padre francés, antropólogo, que había trabajado con mucho amor en el nordeste brasileño durante los años posteriores a la implantación del régimen militar. Me contó su experiencia de enorme riqueza en una de esas “comunidades plegadas sobre sí mismas” sobre la que recayó la crueldad de la irracionalidad sectaria del autoritarismo del golpe militar de 1964. Llegó a la comunidad casi como si hubiera caído de un paracaídas. Desconfiado por naturaleza o por hábito, desconfiaba de que nadie desconfiara de él. Pero todo ocurrió más bien al revés: le preguntaron cómo andaba, si tenía frío, si tenía miedo. Así paso una noche, una semana, un año. Nadie le preguntaba qué hacía, además de las cosas de todos los días, en cuyo ritmo ya iba entrando. Notaron, sin embargo, que tenía conocimientos que la comunidad no tenía. No paso mucho tiempo, hasta que, un buen día, le pidieron ayuda. Y el padre me dijo: pensé, me pregunté a mí mismo, en qué podría serles útil. No lo sé, me dijo. Sólo ellos en el manejo de su sufrimiento, en el trato de su dolor agudo, en la libertad de su curiosidad reprimida pueden decirme en qué puedo ayudarlos. Combinamos una reunión para preguntar, para agudizar la curiosidad desde hacía tanto tiempo adormecida. Conversamos mucho, después de un precavido silencio. Desde el comienzo, durante y hasta el final de la reunión hubo un asunto que habitaba en el cuerpo de todos, que vivía en el alma de los hombres y de las mujeres: Qué hacer para disminuir, las preocupaciones de quienes, por equis razones, presentían su hora estaba llegando. Qué hacer con el miedo de dejar su cuerpo al descubierto. Tras dos reuniones, se creó una especie de cooperativa para para fabricar ataúdes y se organizó una comisión que se encargaría de los papeles del entierro. Así vencieron el miedo. Y aprendieron otro saber: el valor de la unión. Se unieron más. Intensificaron la esperanza necesaria. Pidieron una maestra. La obtuvieron. Se inauguró una escuela. La presencia de la escuela ensancho el horizonte de la curiosidad social e individual. Después llego otra reivindicación: el agua. Pidieron una fuente. Les bastó. Con ella acortaban la distancia hasta el lugar donde iban a buscar penosamente el agua. “Otra exigencia de esa gente”, le dijo el alcalde a su secretario. “Comienzo a desconfiar”. Al día siguiente, el coronel sabía el riesgo que la democracia y la civilización occidental cristiana corrían en aquel rincón sede del nordeste de Brasil. Al entrar la madrugada, incluso antes de que la fuente goteara la primera gota de agua, llevaron a la comunidad al patio mientras dos tanques destrozaban sus chozas ante sus ojos abismados y sus cuerpos temblorosos. La brutalidad deshacía sus sueños y sus esperanzas.

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