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Civilización árabe

gurosResumen18 de Febrero de 2020

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La escuela árabe

Mientras la cultura europea se encontraba en su más bajo nivel, en la Corte Imperial Bizantina de Constantinopla y en otros países comprendidos entre Siria y el Golfo Pérsico sobrevivía un considerable fondo cultural de origen mixto greco-romano-judío. Uno de sus primeros centros fue la escuela persa de Jundishapur, que sirvió de refugio a los cristianos nestorianos en 489 y a los neoplatónicos que abandonaron Atenas cuando les cerraron la Academia de Platón en 529. Aquí, a través de las traducciones de Platón y Aristóteles sobre todo, la filosofía griega entró en contacto con las de India, Siria y Persia, dando ocasión al desarrollo de una escuela de medicina que sobrevivió hasta el siglo x, a pesar de su aislamiento relativo.

Entre 620 y 650 los árabes conquistaron Arabia, Siria, Persia y Egipto, estimulados por Mohamed. Ciento cincuenta años más tarde Hārün-alRashid, el más famoso de los califas Abbasid, estimuló la traducción de los autores griegos, con lo que contribuyó a iniciar el gran período de la cultura árabe. Al principio se avanzó lentamente, pues había que forjar e incorporar a las lenguas siria y árabe los nuevos términos y construcciones, capaces de expresar el pensamiento filosófico y científico. Como ocurrió con el resurgimiento correspondiente de la cultura que tuvo lugar en Europa en la Alta Edad Media, la primera tarea que hubieron de realizar los árabes y las razas sometidas a su influjo fue la de recobrar el arsenal oculto y olvidado de los conocimientos griegos; luego la de incorporar a sus propias lenguas y cultura los tesoros así reconquistados, y, finalmente, la de añadir sus propias aportaciones.

Durante los dos siglos que siguieron a la muerte de Mohamed se produjo una intensa actividad teológica en el Islam. El sistema atomístico de Epicuro y los problemas del tiempo y del espacio planteados por las «paradojas» de Zenón estimularon el pensamiento muslímico —aunque también es posible que influyera en él el atomismo budista de la India—.

Según el Corán, Allah creó y sostiene el mundo, el cual sólo tiene una existencia secundaria en la existencia absoluta del Creador. Pero con la filosofía griega, neoplatónica y aristotélica, y por influjo también de otra escuela islámica de pensamiento, se modificó esa concepción ortodoxa. Esa otra escuela islámica añadió al panteísmo unilateral implícito de Mohamed la cadena neoplatónica sin fin de seres existentes y la idea aristotélica del Cosmos. Así llegó a la idea complementaria de que a su vez el cosmos es Dios. Un tercer grupo, intentando explicar la naturaleza dentro de la ortodoxia de Mohamed, elaboró una teoría del tiempo parecida a la filosofía atomística budista de la India, si ya no es que la tomó de ella. El mundo se compone de átomos exactamente iguales, que Allah crea de nuevo a cada momento. También el espacio es atomístico, así como el tiempo se compone también de «ahoras» indivisibles. Las cualidades de las cosas son accidentes pertenecientes a los átomos, con los cuales son creadas y recreadas por Allah. Si Allah dejase de recrear un solo momento, todo el universo se esfumaría como un sueño. La materia sólo existe por la voluntad continuada de Allah; el hombre no es más que un autómata cinematográfico. Así se transformó en un monoteísmo radical el sistema de Epicuro aparentemente ateo.

Paralelamente a estos intereses teológicos se despertó cierta curiosidad por esa naturaleza a la que los teólogos negaban consistencia o realidad. La ciencia islámica se fue desarrollando a medida que decaía la cristiana; para la segunda mitad del siglo VIII había pasado definitivamente la hegemonía de Europa al Próximo Oriente. En el siglo IX mejoraron las escuelas árabes de medicina con el estudio de las traducciones de Galeno; también realizaron una labor tan nueva como impresionante en esa química primitiva que era la base de la alquimia.

La química práctica primitiva se ocupaba de las artes de la vida tales como el trabajo de los metales y la preparación de drogas. Las especulaciones a que se entregaron los griegos de los tiempos clásicos sobre la naturaleza de la materia, con sus ideas sobre átomos y elementos primordiales, quedaban demasiado desvinculadas de los hechos de observación y experimentación para que se las pueda clasificar en el ramo de la química. Puede decirse que los alquimistas alejandrinos del siglo I fueron los pioneros en plantear y abordar los problemas químicos. Después de ellos apenas se hizo nada hasta que seis siglos más tarde vinieron los árabes a continuar su obra.

Es verdad que por no comprender la génesis que tuvieron estas artes en Alejandría, los alquimistas posteriores se propusieron dos grandes objetivos, ambos absolutamente quiméricos: la transmutación material de metales inferiores en oro y la preparación de un elixir vitae capaz de curar todos los males humanos. Pero, aunque su investigación estaba condenada al fracaso, adquirieron de paso muchos conocimientos químicos auténticos y descubrieron muchos remedios útiles.

Los alquimistas árabes bebieron sus conocimientos iniciales en dos fuentes: en la escuela persa antes mencionada y en los escritos de los griegos alejandrinos, parte a través de intermediarios sirios y parte en traducciones directas. Los pueblos de habla árabe estudiaron la alquimia durante setecientos años; sus centros principales de investigación estuvieron primero en Irak y después en España. Estos hombres transformaron la alquimia en química, de la que se derivó la química europea de la Alta Edad Media, principalmente a través de los moros españoles. Mientras que algunos escritores árabes y sus seguidores europeos pasaban así de la alquimia a la química, otros, no comprendiendo el conocimiento técnico ni la visión filosófica de los alquimistas alejandrinos e incapaces de adoptar la nueva orientación de carácter más científico, degradaron su trabajo, convirtiéndolo en una búsqueda sórdida de oro o en plataforma para la práctica de la magia, basada en la trapacería o en la autoilusión.

El alquimista y químico árabe más famoso fue Abu-Musa-Jābir-ibn-Haiyān, que floreció hacia 776 y que se cree fue el autor original de muchos escritos que aparecieron más tarde en latín y que se atribuyeron a cierto simbólico «Geber» de fecha imprecisa. Aún no se ha podido aclarar el problema de su origen. Después de examinar las nuevas versiones de algunos de los manuscritos arábigos llegó Berthelot a la conclusión en 1893 de que los conocimientos de Jābir eran muy inferiores a los del «Geber» latino. Pero Holmyard y Sarton afirman que otras obras arábigas, aún sin traducir, revelan que Jābir fue mucho mejor químico de lo que se figuró Berthelot. Parece que preparó carbonato de plomo, hablando según la nomenclatura moderna, y separó el arsénico y antimonio de sus sulfitos; describió el refinamiento de los metales, la preparación del acero, el teñido de telas y cueros, y la destilación del vinagre para obtener el ácido acético concentrado. Sostuvo que los seis metales conocidos se diferenciaban por la diversa proporción de azufre y mercurio que entraba en su composición. Pero no es posible asignar a Jābir el puesto que le corresponde en la historia hasta que se estudien críticamente todas sus obras arábigas y se las compare con las de «Geber».

En la historia de la química reviste importancia capital la idea de que los principios del azufre o fuego y del mercurio o líquido constituyen elementos primarios. Esta idea parece haber nacido del descubrimiento de que la combinación de mercurio y azufre producen sulfuro de rojo brillante. Así como la plata es blanquecina y el oro amarillento, así el rojo debe corresponder a algún elemento más noble y fundamental que el oro. Al azufre y al mercurio se añadió luego la sal como elemento representante de la tierra o solidez. La teoría de que el azufre, el mercurio y la sal constituían los principios primordiales de las cosas se mantuvo como una alternativa de la teoría de los cuatro elementos de Empédocles y Aristóteles hasta la publicación del Sceptical Chymist de Robert Boyle en 1661.

La creciente importancia que fue adquiriendo la química científica se echa de ver en una controversia que empezó en el siglo IX sobre el valor real de la alquimia. Por este tiempo también se tradujeron al árabe los Elementos de Euclides y la obra de Tolomeo sobre astronomía, la cual adquirió así su nombre de Almagesto, con que se la conoce generalmente. Así entraron en el mundo muslímico la geometría y la astronomía griegas. Posiblemente se inventaron en Grecia los numerales hindúes, pero luego pasaron a la India, de donde llegó a los árabes en una forma primitiva, los cuales a su vez les dieron una estructura llamada Ghubar más parecida a la nuestra. Gracias a la difusión del comercio muslímico el mundo se acostumbró a considerar ese sistema numeral tan práctico como invento arábigo; y, de hecho, al cabo de unos siglos, desplazó la notación romana tan poco manejable. El primer caso en que se encuentra usado en latín el nuevo sistema se halla en un manuscrito escrito en España hacia 976, pero el signo cero no se adoptó universalmente hasta fecha algo posterior.

Algunos autores árabes se aprovecharon de la fama de que gozaban las obras de los griegos para pasar su propia mercancía. Así, por ejemplo, se hizo popular una compilación de folklore y magia, de origen arábigo o siríaco, conocida con el nombre de Secretum secretorum, que circuló como traducción de una obra de Aristóteles. Job de Edessa escribió hacia 817 una enciclopedia de ciencias filosóficas y naturales, tal como se enseñaban en Bagdad. Mingana tradujo y editó últimamente el texto siríaco.

La versión del libro de Tolomeo estimuló a los astrónomos muslimes. Mohamed al-Batani—c. 830— volvió a calcular desde su observatorio de Antioquía la precesión de los equinoccios y trazó una nueva serie de tablas astronómicas. Le siguieron otros de menos categoría; para el año 1000 aproximadamente Ibn Junis o Yunus había hecho progresos en trigonometría y había registrado en El Cairo observaciones sobre los eclipses lunares y solares; Junis fue tal vez el más insigne de todos los astrónomos muslimes. Le alentó en su labor al-Hakim, gobernador de Egipto, el cual fundó en Antioquía una academia de cultura.

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