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El Guardian


Enviado por   •  9 de Junio de 2015  •  1.692 Palabras (7 Páginas)  •  210 Visitas

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Si de verdad les interesa lo que voy a contarles,

lo primero que querrán saber es dónde

nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia,

qué hacían mis padres antes de tenerme a mí,

y demás puñetas estilo David Copperfield, pero

no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero

porque es una lata, y, segundo, porque a mis

padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí

a hablarles de su vida privada. Para esas cosas

son muy especiales, sobre todo mi padre. Son

buena gente, no digo que no, pero a quisquillosos

no hay quien les gane. Además, no crean que

voy a contarles mi autobiografía con pelos y señales.

Sólo voy a hablarles de una cosa de locos

que me pasó durante las Navidades pasadas,

antes de que me quedara tan débil que tuvieran

que mandarme aquí a reponerme un poco.

A D.B. tampoco le he contado más, y eso que

es mi hermano. Vive en Hollywood. Como no

está muy lejos de este antro, suele venir a verme

casi todos los fines de semana. El será quien me

lleve a casa cuando salga de aquí, quizá el mes

próximo. Acaba de comprarse un «Jaguar», uno

de esos cacharros ingleses que se ponen en las

doscientas millas por hora como si nada. Cerca

de cuatro mil dólares le ha costado. Ahora está

forrado el tío. Antes no. Cuando vivía en casa

era sólo un escritor corriente y normal. Por si

no saben quién es, les diré que ha escrito El pececillo

secreto, que es un libro de cuentos fenomenal.

El mejor de todos es el que se llama igual

que el libro. Trata de un niño que tiene un pez

y no se lo deja ver a nadie porque se lo ha comprado

con su dinero. Es una historia estupenda.

Ahora D.B. está en Hollywood prostituyéndose.

Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni

me lo nombren.

Empezaré por el día en que salí de Pencey, que

es un colegio que hay en Agerstown, Pennsylvania.

Habrán oído hablar de él. En todo caso,

seguro que han visto la propaganda. Se anuncia

en miles de revistas siempre con un tío de muy

buena facha montado en un caballo y saltando

una valla. Como si en Pencey no se hiciera otra

cosa que jugar todo el santo día al polo. Por mi

parte, en todo el tiempo que estuve allí no vi un

caballo ni por casualidad. Debajo de la foto del

tío montando siempre dice lo mismo: «Desde

1888 moldeamos muchachos transformándolos

en hombres espléndidos y de mente clara.» Tontadas.

En Pencey se moldea tan poco como en

cualquier otro colegio. Y allí no había un solo

tío ni espléndido, ni de mente clara. Bueno, sí.

Quizá dos. Eso como mucho. Y probablemente

ya eran así de nacimiento.

J. D. Salinger El guardián entre el centeno

Pero como les iba diciendo, era el sábado del

partido de fútbol contra Saxon Hall. A ese partido

se le tenía en Pencey por una cosa muy seria.

Era el último del año y había que suicidarse o

-poco menos si no ganaba el equipo del colegio.

Me acuerdo que hacia las tres, de aquella tarde

estaba yo en lo más alto de Thomsen Hill junto

a un cañón absurdo de esos de la Guerra de la

Independencia y todo ese follón. No se veían

muy bien los graderíos, pero sí se oían los gritos,

fuertes y sonoros los del lado de Pencey, porque

estaban allí prácticamente todos los alumnos

menos yo, y débiles y como apagados los del lado

de Saxon Hall, porque el equipo visitante por lo

general nunca se traía muchos partidarios.

A los encuentros no solían ir muchas chicas.

Sólo los más mayores podían traer invitadas.

Por donde se le mirase era un asco de colegio.

A mí los que me gustan son esos sitios donde,

al menos de vez en cuando, se ven unas cuantas

chavalas aunque sólo estén rascándose un

brazo, o sonándose la nariz, o riéndose, o haciendo

lo que les dé la gana. Selma Thurner, la

hija del director, sí iba con bastante frecuencia,

pero, vamos, no era exactamente el tipo de chica

como para volverle a uno loco de deseo. Aunque

simpática sí era. Una vez fui sentado a su

lado en el autobús desde Agerstown al colegio

y nos pusimos a hablar un rato. Me cayó muy

bien. Tenía una nariz muy larga, las uñas todas

comidas y como sanguinolentas, y llevaba en el

pecho unos postizos de esos que parece que van

a pincharle a uno, pero en el fondo daba un poco

de pena. Lo que más me gustaba de ella es que

nunca te venía con el rollo de lo fenomenal que

era su padre. Probablemente sabía que era un

gilipollas.

Si yo estaba en lo alto de Thomsen Hill en

vez de en el campo de fútbol, era porque acababa

de volver de Nueva York con el equipo de

esgrima. Yo era el jefe. Menuda cretinada. Habíamos

ido a Nueva York aquella mañana para

enfrentarnos con los del colegio McBurney. Sólo

que el encuentro no se celebró. Me dejé los floretes,

el equipo y todos los demás trastos en el

metro. No fue del todo culpa mía. Lo que pasó

es que tuve que ir mirando el plano todo el tiempo

para saber dónde teníamos que bajarnos. Así

que volvimos a Pencey a las dos y media en vez

de a la hora de la cena. Los tíos del equipo me

hicieron el vacío durante todo el viaje de vuelta.

La verdad es que dentro de todo tuvo gracia.

La otra razón por la que no había ido al partido

era porque quería despedirme de Spencer,

mi profesor de historia. Estaba con gripe y pensé

que probablemente no se pondría bien hasta ya

entradas las vacaciones de Navidad. Me había

escrito una nota para

...

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