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Carlos Espinal


Enviado por   •  15 de Septiembre de 2012  •  7.180 Palabras (29 Páginas)  •  707 Visitas

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Larga vida a los Rosete Aranda, Carlos V. Espinal toma la estafeta

Don Carlos Espinal […] a quien se debe la perpetuación de los títeres

en México, primero bajo el linajudo nombre de los

Rosete y Aranda,

y después con el suyo propio, hoy proclamado por sus sucesores

como el del patriarca de los autómatas.

Carlos Espinal fue el heredero legitimo de un arte que representó toda una época: los títeres, muñecos de hilo o autómatas como se les conocía en su tiempo. El espectáculo de los títeres en México que por más de un siglo fue condenado, tuvo su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX y este no se explica sin el movimiento independentista y el subsiguiente triunfo Republicano. Los títeres se convirtieron en baluarte de la vida Republicana, fueron de los primeros brotes culturales que dotaban al naciente país de una fisonomía propia e intransferible. De entre los muchos titiriteros que surgieron, sobresale el nombre de los Hermanos Rosete Aranda, cuyo linaje recayó, años más tarde y en otro contexto de nuestro devenir histórico, en manos de Carlos Vallejo Espinal, único capaz de resucitarlos e insertarlos a los vaivenes del México post revolucionario.

Algunos antecedentes a los Rosete Aranda:

Documentos del siglo XVIII revelan la difícil situación, económica y legal por la que atravesaban quienes, en ese entonces, intentaban hacer representaciones con muñecos. Durante el siglo de las luces en México las comedias con títeres así como otros espectáculos callejeros padecieron una estricta vigilancia. Con pretexto de “evitar los notables excesos, escándalos, quimeras y pecados públicos que se cometen en las casas de comedias de muñecos con motivo de su nocturna representación.” ; el régimen virreinal ejercía presión sobre aquellas manifestaciones más espontáneas y autónomas a las cuales el publico se entregaba, casi siempre, subvirtiendo el orden:

El maromero era un espejo del pueblo. Sus disparates eran venenosos dardos contra los abusos de los ricos y de los poderosos; sus incoherencias eran aquellas verdades que, aunque negadas por los poderes, eran por todos conocidas.

A través del maromero el pueblo recuperaba sus capacidades de inversión social, sacaba a la luz del día aquellas otras realidades que le devolvían su festiva dignidad.

Las autoridades se dieron cuenta que era contraproducente controlar en demasía esas diversiones así que cedieron un poco y otorgaron licencias para que en uno que otro local se pudieran presentar comedias con muñecos. Pero el espectáculo de marionetas tampoco prospero por ahí, pues, por otro lado, el gobierno de la Nueva España tenía en el teatro “culto” un poderoso medio para legitimarse y ejercer su autoridad; en ese sentido había que privilegiar el eficaz desarrollo de éste, en detrimento de otras actividades que pudieran ser muy gustadas por el público y salirse del control institucional. En noviembre de 1786 don Silvestre Díaz de la Vega, juez de Hospitales y de Teatros impuso la pena de cárcel para aquel “cómico o cómica, cantarín o cantarina, bailarín o bailarina” que después de sus funciones en el Coliseo repitieran jornada laboral dentro de las compañías de muñecos, ya que, según las autoridades

…trasnochándose hasta deshoras de la noche, no tienen al día siguiente tiempo para estudiar sus papeles a cuyo desempeño están obligados, a que se agrega que por el desorden y embriaguez con que se tiene entendido proceden, acontecen enfermedades o indisposiciones que les impiden la asistencia al teatro en grave perjuicio de los intereses de éste.

Para finales de siglo las compañías de titiriteros seguían enfrentando disposiciones legales abrumadoras que les impedían establecerse formalmente o insertarse, de manera provisional, a las fiestas cívicas y religiosas. El oficio parecía pecaminoso, e incluso era visto con desdén junto a otras expresiones culturales como los bailes o los paseos. Todavía en abril de 1794, la viuda Gertrudis Banda fue amonestada por hacer títeres en la calle de San Juan, y se le exhortó para que junto con sus dos hijas doncellas ejerciera otra actividad más recatada y productiva .

La Republica y el auge de los títeres

Afortunadamente para las compañías de muñecos, el panorama cambió radicalmente hacia la segunda mitad del siglo XIX. El triunfo Republicano que pretendió acabar con los vestigios del virreinato, trazó, en el ámbito de la cultura, un rumbo distinto para el país. La élite liberal que tomó las riendas de la reconstrucción Nacional vio en las artes populares y en las diversiones callejeras una forma de exaltar los ideales nacionalistas y patrióticos del México Nuevo. Ideólogos como Manuel Altamirano, estaban convencidos de la urgencia de voltear la mirada hacía nosotros mismos; robustecernos artística y culturalmente con aquellas manifestaciones que nos conferían una fisonomía muy propia. Esta era la consigna, la búsqueda de la originalidad y la autonomía, y al mismo tiempo el gran motivo para la concordia y la tan ansiada Unidad Nacional.

Efectivamente, como lo predicara Altamirano, la sociedad mexicana de aquel entonces, aunque muy heterogénea y padeciendo agudos contrastes económicos, se entregó por igual a la vida republicana. Ferias, bailes, fiestas cívicas y religiosas se reprodujeron en todos los estratos sociales y ya sin la tutela persistente del Estado. En lo que se refiere al espectáculo de maromas y de títeres estos se fueron estructurando en consonancia con la doctrina conciliatoria y el espíritu nacionalista de la época. La apertura hacia este tipo de manifestaciones generó buenos frutos. Surgieron por aquí y por allá, desde:

…aventureros que llegaban a cualquier lugar, trabajaban solos o en pareja y no estaban sujetos al control de las autoridades; no tenían licencia o permiso para trabajar, pues no lo necesitaban por lo incierto del espectáculo. Hasta: pequeños empresarios {que} no tenían una carpa, cargaban un escenario ligero que desplazaban en sus hombros; a veces tenían que recorrer distancias largas y su transportación la realizaban en medios poco adecuados: un burro, un caballo, una mula. Su radio de acción comprendía la exhibición en parques o corrales, improvisaban asientos con botes, adobe y tablas, o bien invitaban a los espectadores a presenciar, de pie, la obra, o les sugerían traer sus sillas. O bien estaban los grandes empresarios teatrales que agrupaba entre ocho y veinte artistas dispuestos a trabajar, antes, durante y después de la función, en actividades de tramoyista, escenógrafo, utilero o gritón.

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