Cuento Azul
Enviado por ampcase • 10 de Marzo de 2014 • 2.433 Palabras (10 Páginas) • 254 Visitas
Cuentan las crónicas del cielo –y estas crónicas las he leído en el cielo azul de unos ojos– que el Señor de los mundos y Padre de los seres ocupa altísimo trono, hecho de un solo enorme zafiro taraceado de estrellas, y deja caer, a semejanza de vía láctea fulgurante y en dirección de la tierra, mezquina y obscura, su luenga barba luminosa color de nieve, a cuyo laberinto de luz llegan, a empaparse en amor y a convertirse en esencia eterna y pura, todas las quejas, todos los sollozos y el llanto inacabable de la humanidad proscrita.
Y según añaden las crónicas, toda alma de hombre está unida, por un hilo de luz muy largo y tenue, a las barbas divinas. Por ese hilo de luz, invisible para ojos humanos, es por donde ascienden la fragancia de los corazones y las bellezas nacidas y cultivadas en las almas: amores castos, perfume de obras buenas, plegarias, quejas, y sobre todo lágrimas, muchas lágrimas, las infinitas lágrimas que el amor arranca a nuestros ojos. Estas últimas en su viaje al través de los cielos, son la causa de iris maravillosos, delicia de los bienaventurados; pero al fin de su viaje, y poco antes de convertirse en fuego inmortal, surgen en el extremo de las hebras de luz por donde han ido, en la forma de flores efímeras y radiantes, cándidas como lirios, purpúreas como rosas, o delicadas y azules como flores de pascua. Y como a cada instante, y a la vez en el extremo de muchos hilos, están abriendo esas flores, parece como si las barbas divinas perpetuamente florecieran.
Sucedió que, una vez, al decir de las crónicas, uno de esos ángeles maleantes que todo lo espían con sus ojillos de violeta y lo husmean todo con sus naricillas de rosa, púsose a considerar muy circunspecto, con mucha atención y cuidado, el entrelazarse y confundirse de las dos madejas de luz: la formada por los hilos que suben de las almas y la otra, color de nieve, que baja del rostro del Eterno.
Distráigase el ángel, contemplando unas veces las ascensión continua de iris mágicos, otras veces el incesante abrir de rosas, lirios y campánulas, cuando de repente fijóse con insistencia en un punto y comenzó a pintársele en el rostro una sorpresa indecible. Hizo un gesto de asombro; cayéronle sobre la frente, como lluvia de oro, algunos de sus rizos más alborotados; y partió, vibrante como nunca, la centella azul y glauca de sus pupilas.
Lo que sus ojos acababan de ver, jamás lo hubiera concebido su mente de ángel. Dos de aquellos hilos provenientes de la tierra, y de los más hermosos, en vez de correr la misma suerte que los demás, yendo a perderse en el regazo del Padre, profundo océano de amor, se aproximaban uno a otro, llegado a cierto sitio, y seguían así durante un buen espacio, hasta enlazarse y fundirse por completo, formando una especie de arco fúlgido, por el cual pasaban, a bajar por uno de los hilos, las bellezas que por el otro subían. De manera que dos almas, almas elegidas a juzgar por las apariencias, eximíanse de pagar el Señor de los cielos el obligado tributo de gracias, perfume y amor.
El ángel, escandalizado con tal descubrimiento, lo calificó de crimen insólito, merecedor de todos los castigos, y se propuso ir en seguida a denunciarlo a los oídos del Padre. Pero como a la vez reflexionó que a quien todo lo sabe y todo lo ve presente, así lo que es como lo que fue y será, no podía pasar inadvertido nada lo que en sus propias barbas estaba sucediendo, resolvió indagar por sí mismo, antes de romper en palabras acusadoras, lo que significaba aquel tejemaneje irrespetuoso de las dos almas predilectas.
Sin decir a nadie su intento, el ángel abrió sus alas de libélula, transparentes y vistosas, y siguiendo uno de los hilos culpables echó a volar hacia la tierra obscura.
En la tierra lo esperaba una sorpresa tal vez mayor que la recibida en el cielo. El culpable rayo de luz, objeto de su curiosidad, llegaba a un sitio apartado y agreste de la tierra española, caía en el silencioso recinto de un monasterio, y terminaba, coronando la frente de un viejo monje, en lo interior de una celda, blanca y desnuda
de cosas vanas, como la conciencia del justo. Y el ángel, confundido, pero armándose de astucia, siguió los
pasos del religioso, presunto reo de una falta imperdonable.
Nadie recordaba ya el nombre que tuvo ese religioso en el siglo: Atanasio lo llamaban en el convento. Un día,
años atrás, había llegado al monasterio con la señal de los viajes muy largos en el vestido, con la huella de las
grandes torturas en el rostro, en demanda de paz, amor, y albergue. Extranjero, venido de países distantes,
fatigado de errar de zona en zona, se acogía al reposo del claustro. Alma grande y buena, los hombres habían
hecho de él un gran dolor. Joven y fuerte, aún tenía mucha costra de ceguera en los ojos; en el pecho, la
tempestad de todas las pasiones; en los labios, la amargura de todos los ajenjos. Pero él supo dar empleo a su
energía, cultivando su propio dolor, y lo cultivó tan bien que le hizo dar flores. Poco a poco limpió su alma,
hasta dejarla blanquísima y pulcra como las paredes de su celda; y en su alma, como en un incensario precioso
empezó a quemarse de continuo un incienso impalpable. La pureza fue desde entonces norma de su vida: ni
una mancha en sus costumbres; su fuerza, la castidad; su mejor alimento, la oración; su alegría, el sacrificio.
Nadie como él soportaba las grandes penitencias: los ayunos prolongados, o las crueles mordeduras del
flagelo. Sembró virtud, y la cosecha de alabanzas no cupo en las eras. Muy pronto fue de sus hermanos
ejemplo, veneración y gloria. Los que le habían visto llegar como a un leproso, le rodeaban como a quien da
salud y reparte beneficios. En donde él ponía los pies, los otros ponían los labios, seguros de recoger un
perfume; lo que él tocaba con sus dedos convertíase en algo como hostia; y cuando su boca se entreabría
destilaba música y mieles. La fama de sus virtudes voló, con alas de paloma, fuera del claustro, y se fue
esparciendo por ciudades y aldeas, tanto, que muchos apresuráronse a ir en romería a besar los pies del viejo
monje.
Y el ángel, viendo y observando todo eso, admirábase cada vez más y se entristecía mucho. En vano trataba
de penetrar en el secreto de aquella existencia. En vano buscaba en el alma del monje la mancha que, según él,
había de afearla. Comparaba su propia blancura con la blancura del alma del monje, y no sabía decir cuál era
mayor. Pero nada le impidió seguir creyendo que bajo todas aquellas apariencias de santidad andaban ocultas
las garras del demonio. Animado por esta creencia, no se dio por vencido, y resuelto a
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