DESCARTES
Enviado por gerod • 18 de Septiembre de 2014 • 20.767 Palabras (84 Páginas) • 216 Visitas
René Descartes Discurso del método
Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, se le podrá dividir en seis partes: en la primera se encontrarán diversas consideraciones sobre las ciencias; en la segunda, las principales reglas del método que el autor ha investigado; en la tercera, algunas referentes a la moral, que ha sacado siguiendo este método; en la cuarta, las razones por las que prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son el fundamento de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física que ha investigado, y particularmente la explicación del movimiento del corazón y de algunas otras dificultades que pertenecen a la medicina, además de la diferencia que existe entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, algunas cosas que estima que se requieren para avanzar más de lo que él ha conseguido en la investigación de la naturaleza, así como las razones que le determinan a escribir.
PRIMERA PARTE
El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada uno piensa estar tan bien provisto de ella que incluso aquellos que son los más difíciles de contentar en cualquier otra cosa no tienen en esto costumbre de desear más del que tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen; más bien esto testimonia que la facultad de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso --que es propiamente lo que se nombra buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y así, que la diversidad de nuestras opiniones no viene de que unos sean más razonables que otros, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas. Porque no es bastante tener buena la mente, sino que lo principal es aplicarla bien. Las más grandes almas son capaces de los más grandes vicios y las más grandes virtudes, y los que no marchan más que muy lentamente pueden avanzar mucho más, si siguen siempre el camino recto, que los que corren alejándose de él.
Por lo que a mí respecta, no he presumido nunca de que mi espíritu fuera en nada más perfecto que el común de la gente; incluso he deseado frecuentemente tener el pensamiento tan rápido o la imaginación tan neta y distinta o la memoria tan amplia o tan presente como la de algunos otros. Y no sé de otras cualidades fuera de éstas que sirvan para perfeccionar al espíritu; pues por lo que se refiere a la razón o el sentido en cuanto que es la sola cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que- está toda entera en cada uno, siguiendo en esto la opinión común de los filósofos que dicen que no se da el más o el menos sino en los accidentes y no en las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.
Pero no temo decir que creo haber tenido mucha suerte por haberme encontrado desde mi juventud en ciertos caminos que me han conducido a consideraciones y máximas con las que he formado un método por el que me parece que tengo el medio de aumentar gradualmente mi conocimiento y de elevarlo poco a poco al punto más alto que la mediocridad de mi espíritu y la corta duración de mi vida le permitan alcanzar. Porque he recogido ya de ello tales frutos, que, aunque en el juicio que yo formo de mí mismo trato siempre de inclinarme a la desconfianza más bien que a la presunción, y que, mirando con ojo de filósofo las diversas acciones y empresas de todos los hombres, no hay en ellas casi ninguna que no me parezca vana e inútil, no dejo por eso de recibir una enorme satisfacción por el progreso que pienso haber hecho ya en la investigación de la verdad y de concebir tales esperanzas para el futuro, que, si entre las ocupaciones de los hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido.
Sin embargo, puede ocurrir que me equivoque y que no sea más que un poco de cobre y de vidrio lo que tomo por oro y diamantes. Yo sé hasta qué punto estamos sujetos a equivocarnos en lo que nos atañe, y hasta qué punto también los juicios de nuestros amigos deben sernos sospechosos cuando nos son favorables. Pero trataré de hacer ver en este discurso cuáles son los caminos que he seguido y de representar en él mi vida como en un cuadro, a fin de que cada uno pueda juzgar sobre ella y que, conociendo por el rumor común las opiniones que sobre ella se formarán, sea éste un nuevo medio de instruirme que añadiré a aquellos de que me suelo servir.
Pero mi propósito no es enseñar aquí el método que debe seguir cada uno para conducir bien su razón, sino solamente hacer ver de qué forma he tratado yo de conducir la mía. Los que se aventuran a dar preceptos se deben de juzgar más hábiles que aquellos a quienes se los dan, y si yerran en la menor cosa, son por ello censurables. Pero no proponiendo este escrito más que como una historia o, si preferís, como una fábula, en la que se encontrarán, entre algunos ejemplos que pueden ser imitados, otros acaso que se tendrá razón para no seguir, espero que será útil a algunos sin ser dañoso a nadie y que me quedarán todos agradecidos por mi franqueza.
He sido educado en las letras desde mi infancia y yo tenía un deseo enorme de conocerlas, porque se me había persuadido de que por su medio podía uno adquirir un conocimiento claro y seguro de todo lo que es útil a la vida. Pero en cuanto hube acabado todo el ciclo de estudios al término del cual es uno recibido en las filas de los doctos, cambié enteramente de opinión. Pues me encontraba embarazado por tantas dudas y errores que me parecía no haber conseguido, tratando de instruirme, otro provecho que el de descubrir más profundamente mi ignorancia. Y sin embargo había estado en una de las más célebres escuelas de Europa, en la que yo pensaba que debía haber hombres sabios si los hay en algún lugar de la tierra. Había aprendido allí todo lo que los otros aprendían; y no contentándome aún con las ciencias que se nos enseñaban, había recorrido todos los libros que habían podido caer en mis manos que trataban de aquellas ciencias que se consideran más curiosas y raras. Además, sabía los juicios que los otros hacían de mí y no veía que se me estimase inferior a mis condiscípulos, aunque entre ellos hubiera ya algunos destinados a reemplazar a nuestros maestros. Y en fin, nuestro siglo me parecía tan floreciente y tan fértil en mentes preclaras como cualquiera de los anteriores. Lo que hacía que me tomase la libertad de juzgar por mí a todos los demás y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna que fuese como la que se me había hecho esperar.
No dejaba, sin embargo, de estimar los ejercicios de que se ocupan en las escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para entender los libros
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